Lee una historia que pocos se
han atrevido a contar.
CRÓNICAS PARA UN CAFÉ.
Las pequeñas historias también cuentan.
LA SONRISA DE LA CULEBRA.
«Crónica de un salvadoreño fusilado»
LA SONRISA DE LA CULEBRA.
«Crónica de un salvadoreño fusilado»
Por: José Manuel García.
Sentado en su catre se ató los zapatos con dificultad. Metió en una pequeña bolsa de plástico su cepillo de dientes, un jabón a medía vida y un par de calcetines negros que estaban a dos puestas de tener un hoyo en el talón.
Se paró a mitad de la celda, tal y como lo había venido haciendo durante los últimos treinta años, y esperó a que el guardia llegara a abrir la puerta.
Era su último día en la cárcel. Paseó la mirada por aquellos mugrosos tres metros cuadrados que conocía milímetro a milímetro. De reojo, vio el pequeño espejo que tenía en la celda; el reflejo de un viejo arrugado, narizón y cansado se asomó malhumorado. Miguel suspiró largo y profundo. El guardia llegó hasta la puerta de la celda y dio un par de golpes a las rejas con su macana.
—Bueno Miguelito, te llegó el día. Vas para afuera. ¿A ver cuanto durás suelto? —dijo socarrón el guardia
Mientras caminaba por los pasillos de la prisión, los otros reos le gritaban: —«¡Buenale Zorro, ya te vas!», «¡Nos vemos afuera Zorro!» ...Miguel, a sus casi sesenta y cinco años, odiaba profundamente que le llamaran así: El Zorro
23 de enero de 1962 Barrio de San Miguelito.
Manuel de Jesús Navarrete, conocido por sus vecinos y amigos como, Don Chuz, regresaba a su casa al filo del mediodía. Había salido a dar unas vueltas, como él solía decir. Venía contento de haber podido hacer unos pagos que tenía pendientes. Tan satisfecho regresaba, que hizo tiempo para pasar al mercado a comprar libra y media de carne para el almuerzo.
Una cuadra atrás, reptando entre los parroquianos y las ventas de la calle, lo seguía sin despegarle la vista Juan Antonio Centeno, conocido en el mundillo de la gente peligrosa como: La Culebra.
Matón de profesión y ladrón por vocación. La Culebra tenía unas cejas espesas que le enmarcaban unos ojos negros y fríos. Usaba un bigotón que se le torcía en una sonrisita cínica que se le dibujaba en la cara cada vez que iba a hacer una canallada. Desde pequeño fue un verdadero malnacido sin entrañas.
Caminando unos metros por delante de Don Chuz, Miguel Ángel Torres, alias El Zorro, de cuando en cuando volteaba hacía atrás para ver qué tan lejos o cerca estaba el objetivo. Flaco, narizón y demasiado nervioso par la vida criminal. Era de esos que, sin haber hecho nada, sudaban ansiosos hasta parecer culpables.
En ese estira y afloja de persecución, siguieron a Don Chuz hasta la puerta de su casa. Parados en la esquina, La Culebra y El Zorro calculaban el mejor momento para actuar.
San Salvador 1995
Llevaba casi una hora caminando y viendo con asombro y temor, la velocidad con la que ocurrían las cosas en el centro de San Salvador. Vendedores gritando, tiendas con la música a todo volumen, carros y buses peleando metro a metro las calles abarrotadas. No era la misma ciudad que Miguel había dejado treinta años atrás.
No pudo más y terminó desplomándose en una banca del Parque Libertad. La sensación de ahogo le apretaba la garganta.
—¡Café, café! ¡Cigarros y galletas! —gritaba con entusiasmo una vieja vendedora ambulante. Empujaba un destartalado carrito de supermercado donde llevaba acomodada toda su venta. Avanzaba como un pato alegre, bamboleándose de un lado a otro debido a una rueda trasera chueca y degastada de tanto patear calle.
Al armatoste le colgaban de todos lados, escapularios, estampitas de santos y oraciones para que nunca faltara la venta. Una raída sombrilla roja, amarrada al carrito, la protegía del implacable sol del mediodía.
Cuando Miguel reparó en ella, la vieja estaba rodeada de clientes. Despachaba café tras café y uno que otro cigarrillo. «El Café con Piquete» era el que más vendía. Por cincuenta centavos más, le dejaba caer al vasito un generoso chorro de guaro de unas botellas que escondía muy bien en el fondo de la carretilla.
La vieja se acercó a la banca de Miguel arrastrando a paso chueco su carrito.
—¿Le molesta si me siento? —preguntó sudorosa.
—No, no, para nada, siéntese.
La vieja, abanicándose con la mano observó a Miguel detenidamente. Y al cabo de un instante terminó preguntándole: —«¿Qué le pasa Don? Se echa de ver que está como perdido».
Miguel se encogió de hombros: —Desde hace tiempo que ando perdido.
¡Toc! ¡Toc! ¡Toc!
—Buenos días, somos de la compañía de alumbrado público y andamos haciendo unas revisiones—. Don Chuz abrió la puerta. El «técnico» lo saludó con una sonrisita cínica de medio lado mientras se acomodaba el bigote. Cargaba sobre el hombro derecho una varilla de hierro de buen tamaño. Detrás de él, su ayudante veía nervioso hacía todos lados, asegurándose que nadie los mirara entrar.
El Zorro se pegó a la pared sin dar crédito a lo que veía. Las piernas le temblaban y estaba a punto de vomitar. La Culebra golpeaba una y otra, y otra vez a Don Chuz en la cabeza con la varilla de hierro.
Las paredes estaban manchadas de sangre, el piso estaba cubierto de charcos rojos. Y trozos de sesos se habían pegados en diferentes partes de la sala; en muebles, el techo, las puertas. La Culebra seguía golpeando con rabia.
A pesar de chorrear sangre desde el pelo hasta los pies, detrás de la máscara roja que le cubría la cara, mantenía fresca esa sonrisa cínica y retorcida tan suya.
El Zorro no entendía. Lo que iba a ser un asalto de entrada por salida se convirtió en una orgía de violencia y sangre sin sentido. A la segunda vez que Don Chuz contestó —«No tengo dinero en la casa» La Culebra comenzó a descargar todo su veneno sobre la cabeza de aquel pobre hombre.
La puerta de la calle se abrió. Una voz de mujer dijo en voz alta: —«¿Chuz ya viniste?». Juana de Navarrte, esposa de Don Chuz, se paralizó cuando entró a la sala y vio aquel espectáculo asqueroso.
La Culebra le saltó encima casi de inmediato tirándola al suelo. Un par de puñetazos en la cara bastaron para aturdirla. Le arrancó la ropa y justo a la par del cadáver del marido la violó sin piedad.
Juana de Navarrete sintió como la sangre viscosa se le iba pegando al cuerpo. Giró la cabeza con repulsión para no sentir el aliento de su agresor, solo para ver a pocos centímetros la cabeza reventada de Don Chuz. Entre envestida y envestida de La Culebra, la mente de Juana de Navarrete se fue yendo de sí mima. Dejando tirado su cascarón en aquel suelo pegajoso de sangre.
Ya había caído la noche cuando La Culebra se acercó nuevamente a Juana para rematarla con la varilla de hierro. Pero no lo hizo. La miro de pies a cabeza, desnuda, embarrada de sangre y con la mirada perdida. Se encogió de hombres y la dejó viva.
El crimen fue titular en todos los periódicos. En la radio solo se hablaba de lo ocurrido. Los salvadoreños de a píe estaban furiosos y clamaban justicia. Los cuerpos policiales salieron a las calles a buscar pistas. Y lo hicieron preguntando a punta de culatazos, trompadas y patadas. Agarraron el hilo de la madeja gracias a un par de malvivientes que torturaron hasta sacarles la verdad.
Al Zorro lo atraparon llegando a la casa de su madre. Sin escenas, sin dramas. Dos golpes al estómago y va para arriba del camión de la guardia. La Culebra fue otra historia.
Lo encontraron moliendo a golpes a dos prostitutas del Salón Bambi en el centro de San Salvador. Pese a la docena de cervezas que traía encima, se necesitaron ocho guardias para reducirlo. A uno le voló los dientes de un botellazo e hirió a dos más con los trozos de la misma botella con la que había golpeado al primero. Pero al final, después de una golpiza a conciencia, terminaron subiéndolo al camión con tres costillas rotas y un brazo dislocado.
—«¿Por qué no mató también a Juana de Navarrete?» —preguntó el juez a La Culebra.
Desde el banquillo de los acusados, alías La Culebra, miró aburrido a Juana, sentada a unos pocos metros de él, y se encogió de hombros. —«Se llama igual a mí nana. Y a una dama que tuve». —contestó.
Juana, ahora viuda de Navarrete, siempre se presentó a los tribunales cada vez que su presencia fue requerida durante el juicio. Llegaba acompañada de su hermana mayor, porque su estado mental era frágil. Era una mujer rota. Solo la voz de su hermana y un rosario amarillo la mantenían por momentos en el presente.
Juana deslizaba mecánicamente las cuentas del rosario en un bucle infinito que le permitía mantener distancia con los demonios de su cabeza. Pero era solo cuestión de tiempo para que ese dique se desbordará, había sentenciado el psiquiatra que la trataba.
A pesar de estar cada día más ausente, a mediados de 1965 llegó acompañada de su hermana al juzgado para escuchar las sentencias que se impondrían a El Zorro y a La Culebra. Ya no quedaba mucho de Juana. Ni siquiera se enteró de las sentencias por estar afanada contando y recontando las cuentas del rosario amarillo.
A Miguel Ángel Torres, alias, El Zorro, treinta años de prisión sin posibilidad de reducción de pena. Y a Juan Antonio Centeno, alias, La Culebra, pena de muerte. Así, con todas sus letras.
San Salvador, agosto de 1970.
Se decidió hacer del fusilamiento de La Culebra un castigo ejemplar, abierto al público y a la prensa. El patio del Cuartel Central de la Policía de Hacienda sería el lugar de la cita.
Todo el que quiso entrar a ver el fusilamiento fue bienvenido. La prensa tenía un lugar designado para que no perdieran un solo detalle. Afuera, se vendían manzanas cubiertas de caramelo, churros españoles, elotes asados. Era una feria. A lo lejos, se escuchó aullar una sirena, el convoy que traía a La Culebra se acercaba.
Pararon a media cuadra de la entrada del cuartel. Los guardias tenían preparada una valla para permitir a la gente ver al asesino de cerca. La turba lo insultó de todas las formas posibles. ¡Hijo de puta! ¡Te vas a quemar en el infierno maldito! ¡Hoy te vas a morir basura!
A La Culebra le resbalaba todo aquello. Solo una mujer le llamó la atención. Estaba parada, sin moverse, sin decir nada. Cubierta con una larga mantilla negra, de esas de ir a la iglesia, y unos grandes lentes oscuros. Cuando La Culebra estuvo cerca de ella, la mujer sonrió con desprecio, extendió el brazo y abrió la mano. Un desgastado rosario de cuentas amarillas quedó colgando entre sus dedos. Por primera vez en el día, una gota fría de sudor recorrió la espalda del sentenciado.
El último gesto de rebeldía de La Culebra fue rechazar que le vendaran los ojos, parándose con talante valentón ante los diez policías de Hacienda que le apuntaban. A la orden de fuego, La Culebra cayó muerto sobre las baldosas del patio.
Cuando preguntaron al oficial encargado porqué había dado el tiro de gracia al condenado en pleno rostro, este contestó molesto: —«Porque al cabrón le había quedado en la cara una sonrisita pendeja que no era propia de un recién fusilado». Ante esa respuesta, nadie discutió más el asunto. Así terminó La Culebra sus días, en un saco de yute, tirado en una fosa común con dos bolsas de cal viva encima.
San Salvador 1995
—«Treinta años encerrado es mucho tiempo». —Dijo a Miguel la vieja del carretón, mientras despachaba un «café con piquete» a un cliente. Ella había escuchado con atención lo que el viejo expresidiario le había querido contar, cuidándose de no entrar en detalles incómodos para él.
—Tómese este cafecito, yo se lo invito. Va cargadito para que agarre valor en estas calles tan locas.
La mujer arrancó del carrito una estampita de San Miguel Arcángel y una camándula que puso en las manos de Miguel, acompañando el gesto con una sonrisa.
—Tenga fe —dijo en voz baja la vieja—Dios tarda, pero cumple.
Miguel le dio las gracias. De alguna manera se sintió menos perdido.
La vieja se alejó lentamente, dando tumbos rítmicos con su carrito hasta perderse entre la multitud.
La locura de todas las tardes llegó puntual. Oficinistas corriendo a sus casas, empleados públicos saliendo de sus trabajos, vendedores tratando de rematar lo que les había quedado en el canasto. Ruido. Buses destartalados echando humo negro mientras se pelean a los pasajeros.
Miguel, recostado en su banca, con la barbilla apuntando al pecho y los ojos cerrados, era ajeno a todo ese ajetreo. Los dedos amoratados y fríos aún sostenían un pequeño vaso de café y un desgastado rosario de cuentas amarillas.
Del bolsillo de su camisa se asomaba una estampita de San Miguel Arcángel luchando contra el mismísimo lucifer. Y en la oración del reverso, en un pequeño espacio en blanco, podía leerse una frase escrita a mano: «Dios tarda, pero cumple».
LA CUESTA DE LA CALAVERA
El Salvador, Ciudad Delgado 1848.
Por: José Manuel García.
Hilario Texín colocó bruscamente el pequeño vasito vacío sobre las rusticas tablas que hacían de barra en la cantina de Don Pancho. Otro chorrito de guaro rellenó el vasito hasta rebalsarlo.
Hilario era zapatero de oficio. Poco aficionado a la bebida hasta que la Carmela se fue con un guardia de los bravos. Y a él, que siempre cargaba encima su navaja de zapatero para lo que se ofreciera, tener que bajar la cabeza ante fusil de su rival de faldas le sabía a mierda.
Uno de sus contertulios de cantina, que además era medio poeta, le dijo entre trago y trago que «¡Donde manda capitán no manda zapatero! Y vale más descorazonado pero vivo, que terminar siendo un pendejo muerto y honorable»
Ese día en cuestión, llevaba desde media mañana bebiendo guaro y escuchando a otro borrachín rasgueando en la guitarra la misma copla una y otra vez:
«Bajo la luz de la luna,
tu mirada es mi pasión,
tu voz es dulce fortuna,
que enciende mi corazón.»
Hilario salió tan borracho de la cantina que, —cuando finalmente salió, ya bien entrada la noche— ni cuenta se dio del tormentón que caía implacable sobre las calles empedradas del pueblo. Iba tambaleándose susurrando desentonado aquello de:
«Bajo la luz de la luna,
tu mirada es mi pasión …»
La tormenta arreció tanto que las calles se inundaron con bravas correntadas de agua que se llevaban a su paso todo lo que encontraban. Hilario alcanzó a guarecerse en el soportal de una vieja casona que estaba a mitad de una cuesta empinada.
Un relámpago iluminó todo por un segundo. Hilario se quedó petrificado del susto. Frente a él, a pocos metros, colgada de un poste, un cráneo encerrado en una jaula lo miraba fijamente con sus cuencas negras y vacías. La jaula oxidada se sacudía con la fuerza del viento. Y aquella calavera rebotaba furiosa de lado a lado entre los barrotes como queriendo escapar de su prisión.
Puede que haya sido todo el guaro que traía entre pecho y espalda, pero con cada relámpago, Hilario veía como la cabeza decapitada del general Francisco Malespín, no le quitaba la mirada de encima.
Hay personajes que pasan a la historia con una leyenda negra que los persigue a lo largo de los siglos. Y en algunos casos, amenaza también con borrarlos de a poco de la memoria colectiva. Ese es el caso del general Francisco Malespín, presidente en dos ocasiones de El Salvador, militar implacable en el campo de batalla y principal impulsador de la fundación de la Universidad de El Salvador.
Para algunos Malespín fue el diablo a caballo, para otros un férreo conservador que combatió a brazo partido las ideas liberales que amenazaban con cambiar el balance del poder en su tiempo.
El estado de Los Altos o simplemente Los Altos, fue un efímero estado dentro de la República Federal de Centroamérica. Conformado por una parte de la élite liberal «chapina» que desconoció el poder del gobierno conservador de Guatemala. Los Altos logró ser reconocido como estado independiente por la Federación Centroamericana el 5 de junio de 1838. Abarcando los departamentos de Quetzaltenango, Totonicapán y Sololá.
Para conservadores como el presidente de Guatemala, Rafael Carrera y el General Francisco Malespín, Los Altos era una espina en su costado que no estaban dispuestos a soportar por mucho tiempo.
El general Malespín se convirtió en uno de los grandes detractores y rivales militares del general liberal Francisco Morazán. Así que en una alianza turbia con el presidente Carrera de Guatemala, urdieron un plan sencillo pero efectivo.
Un enviado llegó a Los Altos con un mensaje importante: el general Morazán ha triunfado en ciudad de Guatemala y derrotado al presidente Carrera. La noticia fue acogida con entusiasmo y alegría. Pero era mentira. Carrera había aplastado a las fuerzas de Morazán. Pero quería a todos los dirigentes de Los Altos quietos y reunidos en su solo lugar.
Mientras tanto, el general Malespín se dirigía rápidamente a Los Altos, al mando de fuerzas leales a los conservadores. La noticia se filtró. Malespín estaba a pocas horas de Quezaltenango y la mayoría de dirigentes liberales corrieron despavoridos lejos de las tropas enemigas que se acercaban. Unos pocos decidieron quedarse y llegar a un acuerdo rindiendo la plaza con bandera blanca.
Después de escucharlos y sopesar los pros y los contras, Malespín pronunció una sola palabra. —«Fusílenlos».
El estado de Los Altos desaparecería para siempre.
La tormenta siguió arreciando. Hilario seguía pegado a la puerta viendo como el nivel de la correntada que bajaba con fuerza por la cuesta seguía creciendo, al punto, que ya alcanzaba la tercera grada sobre la que estaba parado.
En medio de la calle, con la guitarra aún cruzada al pecho, venía flotando con la boca abierta el borrachín de las coplas. Dando tumbos de un lado a otro quedó atascado en el poste de la calavera. La fuerza del agua le movía los brazos haciéndolo golpear con fuerza las cuerdas de la guitarra medio rota. ¡Trang! ¡Trang! ¡Trang!
En la punta del poste, la calavera bailaba al son de los truenos, el viento y la guitarra del muerto. La corriente lo destrabó y se llevó nuevamente al trovador ahogado. Conforme se alejaba seguía haciendo sonar lo que quedaba de su guitarra. ¡Trang! ¡Trang! ¡Trang! Hasta que el sonido se perdió en la tormenta.
A Hilario le temblaban las piernas y una arcada le subió furiosa por la garganta haciéndolo vomitar las entrañas de puro miedo.
Malespín contaba con todo el apoyo de su padrino, el presbítero Jorge de Viteri y Ungo, un influyente personaje religioso que, tras una visita al vaticano, logró que el Papa Gregorio XVI emitiera una bula (Universalis Ecclesia Procuratio) que le confería a la parroquia el Sagrario, de San Salvador, el rango de catedral. Por lo que el 28 de septiembre de 1842, oficialmente El Salvador logra su primera catedral.
Con su padrino convertido en el primer obispo del país, más la amistad que le unía con el presidente de Guatemala, Rafael Carrera, y el respeto ganado en los altos círculos conservadores, el general Malespín gana la presidencia de El Salvador para el periodo constitucional de 1844 a 1846.
Pero sus triunfos políticos no alcanzaron a saciar su sed de conquistas militares. Así que comenzó a enrollarse cada vez más en una serie de conflictos y guerras que le obligaban, con más frecuencia, a dejar la silla presidencial. Confiando estas responsabilidades más “burocráticas” a su vicepresidente, el general Eufrasio Guzmán y el mando del ejército a su hermano Calixto Malespín.
El ejército salvadoreño y hondureño, se autoproclamaron como «El ejército protector de la paz» y emprendieron una larga serie de duras batallas y sitios contra Nicaragua. Que pronto dio claros indicios de no tener ninguna, o casi ninguna, oportunidad de salir victoriosa.
La arrogancia y el mal talante del general Malespín malogró una importante negociación de paz entre «El ejército protector de la paz» y Nicaragua. Debido a las descomunales exigencias que quería imponer a los nicaragüenses, su sed de poder y reconocimiento, cerraron cualquier posibilidad de una paz inmediata.
Nicaragua se fragmenta y surge el Gobierno Provisorio de Masaya, que para afrenta de los nicas que continuaban oponiéndose a Malespín, reconocen al general salvadoreño como «Autentico Protector de los nicaragüenses». Siempre hay ratas que saltan del barco a tiempo.
En el llamado sitio de León (Ciudad de León), por mera suerte, cae en manos de Malespín un cargamento de armas destinadas al enemigo. Se hizo con más de mil mosquetes, doscientos rifles y doscientos barriles de pólvora.
Pertrechos con los que incendió el pueblo de Sutiaba, el último poblado que lo separaba de tomar a sangre y fuego la ciudad de León. Que finalmente conquistó el 24 de enero de 1845.
El triunfo militar de Malespín en León, Nicaragua, se regó como pólvora por toda la región. El general había conquistado la victoria y disfrutaba de los laureles del vencedor.
—¿Qué estupidez es esta?—gritó desaforado el general Malespín, mientras apuntaba con su arma al mensajero y estrujaba con la otra mano un comunicado oficial que acababa de recibir desde El Salvador.
—¡No son más que ratas traidoras! ¡Ratas malditas!.
—Mi general... —balbuceó el pobre mensajero.
¡Pum! El muchacho no termino la oración. Malespín pasó encima de él de una sola zancada, sin prestarle atención al agujero que acaba de hacerle en la frente. Salió de su tienda gritando ordenes.
—¡Ensillen los caballos, preparen sus armas! Hoy si van a saber esos cabrones quien es el general Francisco Malespín.
El comunicado que yacía estrujado junto al mensajero muerto, informaba al general que el gobierno de El Salvador había decidido, debido a sus abusos y desmanes, desconocerlo como presidente de la república y comandante del ejército. Y que además, por mandato del señor obispo, Jorge de Viteri y Ungo, -su padrino- había sido excomulgado y repudiado por la santa iglesia católica.
Sí, su victoria en la ciudad de León fue total. Pero las horas siguientes a la entrada de «El ejército protector de la paz» fueron violentas y miserables. Violaron mujeres y niñas, causaron grandes incendios en muchos puntos de la ciudad, saquearon iglesias y robaron objetos sagrados. Asesinaron a mansalva a quien se les puso enfrente.
En el atrio de la capilla San Juan de Dios, se fusiló sin contemplaciones al presbítero Dionisio Urcuyo y Crespín, por defender a los heridos del hospital Santa Catarina Martir, que estaban siendo sacados a golpes de sus camas para rematarlos de un tiro en el patio del hospital. Y el canónigo Desiderio Cortés también fue pasado por las armas por no se sabe que confuso motivo.
Lo que debió ser la entrada del general Malespín a las páginas de la historia se convirtió en el motivo de su desgracia.
Tras una temporada en Honduras, protegido por el presidente Coronado Chávez, el general Malespín, al mando de un pequeño grupo de sus aguerridos soldados, decide finalmente que ha llegado la hora de invadir El Salvador para recuperar su puesto como presidente. No iba a permitir que la vida le hiciera una mala jugada.
Malespín y su tropa entraron a El Salvador del lado de Chalatenango, por el poblado de San Fernando. Un camino difícil y peligroso entre montañas y profundas hondonadas.
— Mi general, con la novedad que San Fernando está casi desierto. Unas indias y unos muchachitos nada más.
— Entonces ¿podemos entrar sin problemas?
— Podemos mi general.
Poco a poco el grupo de soldados entró a paso despreocupado hasta el centro del poblado. Algunos comenzaron a gritar si había algo de comer. Nadie contestó. Decidieron entrar a las casas más próximas a revisar si había comida. No volverían a salir.
Los hombres del pueblo, armados con machetes y cuchillos, salieron de todos lados. De detrás de los muros, del interior de algunas casuchas, de las sombras de los zaguanes de otras casas más grandes. Nadie medió palabra. Los indios comenzaron a repartir tajos con furia. La tropa apenas alcanzó a dar unos fogonazos de rifle como respuesta.
—¡Indios mal paridos! —gritó a todo pulmón el general Malespín, mientras apretaba certero el gatillo de su revolver. Antes de disparar la sexta bala del tambor, su cabeza rodó en polvo de la calle central de San Fernando.
El cuerpo del general se sostuvo unos segundos de píe. La pelea se paró de inmediato. Aunque decapitado, el cuerpo sostenía aún en alto el revolver, como buscando un nuevo blanco, hasta que simplemente se desplomó al suelo. Y aún después de caer, la mano siguió aferrada al arma como esperando poder disparar una última bala.
Un par de soldados que fueron capturados y entregados por los pobladores de San Fernando al ejército regular, juraron sobre la mismísima biblia, que habían visto como la cabeza cortada del general Malespín pestañear desesperada en el suelo viendo su cuerpo parado a cuatro metros de distancia.
—Hay mucho trecho entre Chalatenango y San Salvador. —dijo el oficial al mando, mirando el cuerpo decapitado del general Malespín.
Sabía que los días de marcha se volverían una tortura en cuanto el cuerpo comenzará a descomponerse. Y a esa hora ya comenzaba a oler mal. Por lo que salomónicamente decidieron sepultar el cuerpo del general bajo una enorme roca a la entrada del pueblo, llevándose a la capital únicamente la cabeza de Malespín.
Como castigo y advertencia, la cabeza del general terminó encerrada en una jaula y colgada en la punta de un poste a mitad de una concurrida calle de Ciudad Delgado. Calle, que comenzó a ser conocida popularmente como la Cuesta de la Calavera.
Hilario terminó hecho un ovillo en el soportal donde se había guarecido. Ahora que la tormenta había amainado, no tenía ni idea del tiempo que había permanecido ahí, soportando aquella maldita calavera bailando al son de la lluvia y los truenos.
¡Clank! ¡Clank!, ¡Clank!, la jaula de la calavera chocaba una y otra vez contra el poste, movida por el viento. Haciendo un molesto ruido metálico que, en algún punto, a Hilario se le hizo insoportable. Miró a la calavera de reojo. Otro hijueputa militar que se burla de mí —pensó— Otro como el que se había llevado a la Carmela, sin él poder decir nada. Fue demasiado para Hilario.
Con menos alcohol en la sangre, pero con más enojo en las venas, se paró y comenzó a buscar en el bolsillo su inseparable navaja de zapatero. La encontró, y abriéndola, acaricio el filo de aquella hoja de un palmo de acero.
—Te voy a bajar de ahí hijo de la gran puta. —le gritó furioso al cráneo, mostrándole la navaja. —Y te voy a ir a tirar al basurero maldito Malespín.
Salió decidido del soportal y a unos cuantos pasos del poste levantó nuevamente la navaja amenazado a la calavera. El último rayo de la tormenta cayó implacable en la punta de la afilada navaja de Hilario Texín.
¡Clank! ¡Clank!, ¡Clank!, la calavera siguió moviéndose al ritmo del viento. Sus cuencas vacías miraban indiferentes el cuerpo calcinado que yacía a pocos pasos.
Referencias y bibliografía:
Francisco J. Monterrey
Historia de El Salvador: Anotaciones Cronológicas 1843 - 1871
González Davison, Fernando.
La montaña infinita; Carrera, caudillo de Guatemala.
Montúfar y Rivera, Lorenzo.
Reseña histórica de Centro América.
*La calle que popularmente fue llamada como: La Cuesta de la Calavera, según fuentes locales y testimonio de vecinos delgadenses, es la actual Calle de las Ánimas en Ciudad Delgado.
San Salvador.
Lunes 20 de agosto de 1810.
Don Domingo confiaba plenamente en sus meticulosos cálculos. Aun así, el miedo lo tenía con la boca seca y una pelea de perros en el estómago. Pero no se echaría para atrás, la decisión estaba tomada, aquel lunes 20 de agosto de 1810 saltaría desde lo alto del campanario de la iglesia de San Jacinto.
—¡Bájese Don Domingo que se va a matar! —le gritaban preocupados algunos vecinos cada vez que lo veían asomar la cabeza para reconfirmar sus cálculos. Otros presentes, menos piadosos, hacían chanzas de cómo terminaría estampado y destripado frente a la puerta de la iglesia.
Domingo Antonio de Lara cerró pensativo su libreta de cálculos; se había acabado el tiempo de la teoría y era momento de pasar a la práctica. Miró a su asistente, un joven monaguillo de la iglesia que apenas podía creer lo que estaba pasando. Al pobre se le desorbitaban los ojos cada vez que se le ocurría mirar hacía abajo.
—¡El cielo nos espera! —dijo Don Domingo con tono enérgico. Las manos le temblaban mientras se preparaba. Su asistente, realmente asustado, se persignó, cerró los ojos con fuerza y moviendo la cabeza de un lado a otro repetía atropelladamente:
—Esto no es cosa de Dios, no señor, no es cosa de Dios.
Un hombre de Ideas Fijas.
Domingo Antonio de Lara y Aguilar siempre fue un hombre de pasiones fuertes. Por todos era sabido que defendía con pasión la idea de una nación independiente y libre de la corona española.
Esa idea, lo llevó a participar activamente en el fallido primer movimiento independentista de 1811. Terminando en prisión por varios meses. Y cuando salió, lo hizo con una condición de salud bastante delicada, por decir lo menos. Cortesía de los rigores propios de una celda mugrosa y una tropa española que no veía con buenos ojos las sublevaciones criollas.
Pero el tiempo tras las rejas no enfrió sus ideales libertarios. En 1818, nuevamente encandilado por la idea de un país libre de reyes y monarquía, participó en un segundo movimiento rebelde que, al fallar nuevamente, terminó con él y sus compañeros de gesta, hacinados en una mazmorra miserable.
Logrando salir en libertad varios meses después gracias a la influencia de su esposa, Manuela Antonia de Arce y Fagoaga, hermana de Manuel José Arce, que llegaría a ser el primer presidente de la República Federal de Centro América, una vez conquistada la independencia en 1821.
Con la mirada en el Cielo.
Si bien a Don Domingo Antonio de Lara la idea de mandar al diablo a la corona española le dibujaba una sonrisa en el rostro. Tenía otra pasión igual o más fuerte que la primera. Una idea que durante muchas noches le robó incontables horas de sueño y trabajo: Volar. Él quería volar.
No sabemos a ciencia cierta cuanto tiempo Don Domingo paso trazando, dibujando, calculando y recalculando la mejor forma de remontar el cielo. Para luego buscar afanosamente los materiales adecuados. Con determinación y cuidado construyó cada pieza y ensambló su invento con toda la exactitud que pudo. Hasta que finalmente llegó el día de apostar su vida a un “todo o nada” con la muerte. Un juego donde no habría segundas oportunidades.
Todo o Nada.
Los vecinos que se habían dado cita frente a la iglesia de San Jacinto, comenzaron a desesperarse. No pasaba nada. Ya Don Domingo tenía un buen rato de no asomarse desde lo alto del campanario, por lo que algunos de los presentes comenzaron a refunfuñar que todo había sido una tomadura de pelo.
En un abrir y cerrar de ojos, del campanario de la iglesia algo saltó. El silencio fue total. Don Domingo, bien sujeto a su planeador, cruzaba el cielo ante la mirada incrédula de quienes seguían su trayectoria con la boca abierta a todo lo que daba.
Algunos chiquillos comenzaron a correr por las calles del barrio entre gritos y aplausos siguiendo entusiasmados aquel extraño objeto volador. Al joven monaguillo le habían fallado las piernas cuando de Lara saltó al vació. Y ahora, sentado tembloso en el piso del campanario, lo veía perderse en el horizonte con una sonrisa boba en la cara.
Mil seiscientos metros después, el planeador aterrizó suavemente en un pastizal de la finca Modelo. El vuelo de Don Domingo fue el tema de conversación por excelencia. Su audacia dividió la opinión de los capitalinos en dos bandos, unos lo acusaban de ser un loco irresponsable y otros lo aclamaban como a un héroe.
El Cielo es el Límite.
El éxito de aquel primer vuelo llevó a Don Domingo Antonio de Lara a buscar nuevas hazañas y fronteras aéreas que conquistar. Pronto hizo un segundo vuelo que, al igual que el primero, salió bien. Pero el tercer vuelo le jugó una mala pasada. Una aparatosa caída por poco le cuesta la vida. El accidente le dejó como saldo varios huesos fracturados y contusiones complicadas.
Su esposa, Manuela Antonia de Arce, ejerciendo su autoridad conyugal, finalmente logró hacerle prometer que nunca volvería a jugarse la vida saltando de campanarios a grandes alturas. Además, su familia también se unió a la exigencia de su esposa, logrando que el prócer volador finalmente colgara sus alas.
El prócer Volador.
Doscientos catorce años han pasado desde el intrépido vuelo de Domingo Antonio de Lara, aquel 20 de agosto de 1810. Un vuelo que se adelantó más de noventa años al mundialmente conocido primer vuelo de los hermanos Wright, en las colinas de Kitty Hawk, el 17 de diciembre de 1903. Quienes volaron durante doce segundos y recorrieron 36 metros. Pero esa es otra historia.
Si bien Don Domingo Antonio de Lara no volvió a surcar los cielos, si logró alcanzar sus sueños independentistas. En 1822, un año después de alcanzada la independencia, Don Domingo es nombrado alcalde segundo de San Salvador y diputado de la asamblea provincial.
Tomó también parte en la lucha contra la invasión del ejército mexicano a El Salvador en 1822, donde derrotó al militar español Vicente Filísola.
Tras algunos años de retiro y cerca del ocaso de su vida aceptó ser nombrado Intendente General de Hacienda y presidente de la Asamblea Legislativa de 1832.
El viernes 30 de octubre de 1835, el prócer que conquistó los cielos y la libertad de su país, dejó este mundo en la tranquilidad de su hacienda. Seguramente con la satisfacción de haber alcanzado sus más audaces sueños.
Ese día voló con las propias.
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