CRÓNICAS
PARA UN CAFÉ
CRÓNICAS
PARA UN CAFÉ
"Las pequeñas historias también cuentan"
SQUISITO:
Una crónica de cocina y más...
Haz clic acá para leer
SQUISITO
Una historia basada en una duda real.
Por: José Manuel García.
"Aprendes mucho sobre alguien cuando compartes una comida con él."
Anthony Bourdain.
APERITIVO.
Bogotá 1984.
La comitiva presidencial llegó con luces, sirenas y escolta motorizada hasta la puerta de L´Angolo de Gigi. El mismísimo Gigi Ferruzo, chef y propietario del afamado restaurante, recibió con un fuerte apretón de manos a Belisario Betancur, presidente de Colombia,
Ubicado en vía a La Calera, el que muchos afamaban como el mejor restaurante de comida italiana de Colombia, se lució aquella noche. Parado frente a la puerta de la cocina, barba y bigote pulcramente encerados, repeinado hacía atrás y luciendo una impoluta filipina blanca, Gigi Ferruzo inauguró la noche con una frase calculadamente sazonada:
—«Lo mejor de lo mejor… para los mejores» —la puerta de la cocina se abrió y comenzó el squisito desfile de platillos y vinos.
Un Ragut que enamoró al presidente Betancur y a sus ministros. Luego vinó el Vitello allá cacciatora (ternera al cazador) y una fabulosa lasaña de carne y verduras. Todo, bañado con un vino robusto de la casa. Gigi, que era más bien un personaje frío y apartado, esa noche sonreía viendo a sus importantes comensales disfrutar de cada bocado.
Al día siguiente apareció en la sección de sociales de los periódicos más importantes: «L´Angolo de Gigi, el restaurante preferido del presidente», «Gigi Ferruzo, el chef que cocina como los ángeles». En cada foto Gigi se había procurado una amplia sonrisa y la mano del presidente o un ministro importante. En poco tiempo, conseguir una mesa en su restaurante se convirtió en un privilegio.
ENTREMÉS.
Palacio de Justicia, Bogotá. 1 de noviembre de 1985.
Salió con el rostro desencajado de la oficina de su jefe. Había recibido una gritada en la que le recordaron hasta a su abuela. Así eran últimamente los días dentro del F2 (Unidad de inteligencia, contra inteligencia y operaciones especiales de la policía colombiana). Se dejó caer pesadamente en su silla y cerró los ojos en busca de paciencia. Cuando finalmente tuvo el valor de abrirlos, la foto de Fabiola le templó los ánimos. Y le encendió el carácter.
—¡Malditos guerrilleros de mierda! —dijo furioso Martín Úsuaga, mientras golpeaba contra el escritorio la carpeta de su investigación. —¡Solo desaparecieron! ¡A los maricas les salieron alas de angelito y subieron al cielo!
Oscar Darín, conocido en el F2 como “el negro Oscar”, lo miraba con las cejas levantadas y una taza de café en los labios.
“El negro Oscar” movía la cabeza de un lado a otro, inquisitivo, tratando de unir los puntos. Llevaban meses siguiendo la pista de algo que se suponía sería una de las operaciones más grandes de la guerrilla del M19. Tenían nombres, habían identificado un corredor de información y traslado de pertrechos entre Bogotá y el interior del país que utilizaba vía La Calera como punto neurálgico. Y de repente, nada. Ni guerrilleros, ni pertrechos, ni movimiento, nada.
—Martincito, acá hay gato encerrado. —“el negro Oscar” lo dijo lento, como tratando de ver todo el panorama completo. —Esto va más allá del M19. A estos huevones los está apoyando alguien poderoso.
Ambos giraron la cabeza hacía la pared de los más buscados. Un tipo regordete con ojillos de víbora y sonrisa retorcida los miraba divertido. Sostenía frente a él un pequeño cartel «CÁRCEL DTTO JUDICIAL DE MEDELLÍN: 128482.
A Martín Úsuaga, miembro activo y condecorado de la F2, se le retorció el estómago. Detestaba dos cosas con toda el alma, la primera, que su jefe le gritara cuando un caso que ya estaba a punto de reventar se caía al suelo. Y la otra, que los malditos carteles anduvieran apoyando las operaciones de la guerrilla. Eso hacía las tripas se le retorcieran hasta hacerse nudo.
Otra cosa que sacaba a Martín de sus casillas es que los compañeros del F2 le llamaran «cuñao». Una broma que había nacido el día que colocó sobre su escritorio la foto de su hermana Fabiola celebrando sus quince años. Era una foto que a Martín le derretía el corazón. Fabiola sonreía mostrando orgullosa un sencillo anillo de oro. Dos delfines entrelazados. Martín se lo había regalado cuando cobró su primer sueldo como policía.
PRIMER PLATO.
Restaurante L´Angolo de Gigi, vía a La Calera, 2 de noviembre de 1985.
El humo subía cadencioso desde la rojiza braza del Montecristo No 2. Parecía bailar frente a los ojos de Gigi Ferruzo. Una danza erótica de poder, pecados y pocos remordimientos.
Esa noche, L´Angolo de Gigi canceló todas sus reservaciones. El personal de cocina, bajo la más estricta supervisión de Gigi, había preparado sus mejores platillos. Y los cortes de carne, como era costumbre sagrada en el restaurante, habían sido escogidos y preparados por el mismísimo Gigi. Nadie más que él tenía permitido entrar a la cámara refrigerada. Y menos, tocar los finos cortes italianos que su hermana enviaba desde Nápoles.
Desde la puerta, el capitán de meseros dirigió a Gigi una mirada de aviso; el show comenzaba. El chef Ferruzo se levantó de la mesa y caminó hacía la entrada del restaurante. Se detuvo un segundo frente al mural de fotos; José Luis Rodríguez, Ozzy Osbourne, Miguel Bosé, Paloma San Basilio, Feliciano, Miguel Mateos, políticos, empresarios nacionales e internacionales, todos estaban en ese muro dándole la mano y agradeciendo su gran talento culinario.
—Nada mal para una pequeña rata napolitana. —dijo en voz baja.
—¡Benvenuti! —el grupo de personas armadas, dentro y fuera del restaurante, desentonaban con la efusiva bienvenida que el chef le brindaba al «Patrón» y su familia.
Cada platillo se degustó con pasión. Los niños probaron los platos de los adultos, que a su vez compartían entre sí lo que les había servido. Risas, brindis y buena comida. Por unas horas Colombia tuvo paz. Al tercer platillo el chef fue mandado a llamar a la mesa.
—Familia —dijo el «Patrón» —este es el chef que nos ha preparado esta comida tan bacana que estamos disfrutando. —Gigi hizo una reverencia ante los aplausos de la mesa. En ese momento entraron los postres; un desfile de maravillas dulces acompañadas de una alegre tarantela que Salvatore Balotteli, sausier de L´Angolo de Gigi, ejecutaba hábilmente con su pequeño acordeón blanco.
La noche terminó en baile y carcajadas. Abrazos de despedida y la promesa de regresar nuevamente al mejor restaurante de Colombia. El último hombre del «Patrón» en salir del lugar, dejo sobre la mesa una maleta negra de tamaño mediano. Algunos contuvieron la respiraron cuando Gigi abrió la maleta. Por la naturaleza del comensal que habían atendido, lo mismo era una pequeña fortuna que veinte barras de dinamita. Pero resultó ser lo primero, para fortuna de todos.
Esa noche Gigi Ferruzo sumó un padrino más a su lista. De esa forma se había hecho del favor de militares, guerrilleros, narcos, empresarios y políticos. Una exclusiva red de personas importantes dispuestas a concederle favores a cambio de su atención, discreción y exquisita cocina.
SEGUNDO PLATO
Palacio de Justicia, Bogotá. 6 de noviembre 1985 / 9:00 a.m.
Dos golpes al hígado, un gancho a la mandíbula y el mundo se oscureció. El pobre diablo llevaba diez horas colgando en el sótano del Palacio de Justicia. O como lo llamaban los del F2 «el purgatorio de los arrepentidos».
El “negro Oscar” sudaba por cada poro del cuerpo. Le había tocado la última media hora de “sesión” y estaba exhausto. Martín Úsuaga, sentado en un rincón, apuntaba todo lo que salía de la boca del interrogado. Comenzó a leer sus apuntes en voz alta.
—Nombre, Salvatore Balotteli. Nacionalidad Italiana. Trabaja haciendo salsas en el restaurante italiano de vía La Calera. Lleva cuatr…
—Sausier. —lo interrumpió el negro Oscar. —Es sausier. Él hace las salsas en el restau…
Martín pestañeó dos veces antes de estallar. —¡Negro, me importa una mierda si este marica hace salsas, arepas o lo que mierda se te ocurra! —Este malparido estuvo en una cena privada con Escobar hace un par de noches. Él y el huevón de su jefe.
Se levantó y acercó a Salvatore, que apenas comenzaba a recuperar la conciencia, lo tomó del cabello y tiró de su cabeza hacia atrás con fuerza. Salvatore sintió desmayarse nuevamente; pero el cañón de la escuadra de Martín en su frente le devolvió la lucidez.
—¿Tu jefe está colaborando con el narco y los hijueputas del M19? ¿sí o no? solo dame una respuesta ¿sí o no? —Salvatore movió la cabeza asintiendo. —con eso me basta.
Martín Úsuaga salió disparado a la cuarta planta del Palacio de Justicia para pedir al jefe del F2, montar inmediatamente un operativo en el restaurante de Gigi Ferruzo.
El “negro Oscar” descolgó a Salvatore Balotteli que tiritaba de fiebre. Quedó tirado en el suelo, desnudo y viendo el mundo en cámara lenta. El Negro le dejó un tazón con agua y la ropa amontonada sobre una silla. —Siento lo del acordeón — dijo casi con pena. Se encogió de hombros y cerró despacio la puerta de la celda. Como pudo estiró el brazo y tomo el acordeón roto. Lo abrazó. En ese instante cayó en cuenta que su futuro inmediato olía a orines, sangre y terror. Rompió a llorar como un niño.
EL PLATO FUERTE.
Palacio de Justicia, Bogotá. 6 de noviembre 1985 / 10:00 a.m.
Parados afuera del Palacio de Justicia, el “negro Oscar” y Martín esperaban que sus compañeros pasaran por ellos.
—Lo buscan Cuñao. —le dijo divertido el “negro”. Fabiola subía corriendo las gradas de la plaza del Palacio. Vestido amarillo ajustado, pelo al viento y una sonrisa que iba dejando una estela de miradas tras ella. Martín recibió un beso y un abrazo que fueron la envidia de muchos.
—Tu almuerzo. —dijo sonriente Fabiola. Era una tradición de hermanos. Ella llevaba todos los miércoles el almuerzo a Martín y a veces, cuando el trabajo lo permitía, comían juntos.
—Hay manita, hoy no creo que usted y yo podamos almorzar. Pero igual suba y déjemelo en el escritorio, no sea malita. Así me lo como más tarde.
Dicho y hecho, Fabiola entró al Palacio de Justicia como si fuera su casa. Todos la conocían y sabían que era hermana de Martín del F2. Ya ni la identificación le pedían.
Rodearon sigilosamente L´Angolo de Gigi. El restaurante estaba cerrado y aparentemente vacío. Cuatro equipos listos y en posición para asaltar el lugar. Armas largas, granadas de gas y ariete para las puertas. Cuando Martín Úsuaga comenzó a levantar el dedo índice para dar la orden de entrar en acción, la voz del “negro Oscar” sonó en el auricular de su radio.
Todos los comandos miraban fijamente a Martín esperando la luz verde del operativo. El “negro” repetía y repetía lo mismo por la radio. Uno de los comandos le dio un codazo a Martín y lo sacó de su estupor. Martín solo alcanzó a decir: —¡Nos tenemos que ir!
Cuando regresaron al Palacio de Justicia todo era un caos. A las once de la mañana, un comando guerrillero del M19, conformado por siete rebeldes bien armados, tomaron el control de la Secretaría del Consejo de Estado y la Secretaría de la sección Tercera.
En un golpe estratégico y bien calculado, tres vehículos irrumpieron a sangre y fuego en el parqueo interno del palacio. Veintiocho guerrilleros más se colaron al interior del edificio.
En repuesta a este acto terrorista, a la una de la tarde, el Palacio de Justicia se vio rodeado por ocho unidades blindadas y tres helicópteros artillados que daban vuelta tras vuelta a su alrededor.
Durante las veintiocho horas que duró la toma del palacio, hubo momentos que rozaron la frontera entre la valentía y la locura total. El primer enfrentamiento se dio en el área de sótanos. El ejercito entró abriéndose paso con armas automáticas, granadas de gas lacrimógeno y explosivos.
Pocas horas después los tanques comenzaron un cañoneo sistemático sobre el tercer y cuarto piso, mientras los helicópteros ametrallaban sin descanso los últimos pisos del edificio. Se desataron incendios donde varias personas resultaron calcinadas, así como rehenes que perdieron la vida por fuego amigo. Aquello terminó mal. Muy mal.
Al final, al menos de manera oficial, la toma del Palacio de Justicia por el M19, terminó con noventa y cuatro cadáveres. Sesenta y ocho de los cuales fueron identificados, cincuenta y cuatro entregados a sus familiares. Treinta y tres presentaban quemaduras graves, diez eran empleados del Palacio de Justicia, seis policías, un visitante, un transeúnte y un pobre diablo que nunca fue identificado.
Fue el olor a carne quemada y sangre lo primero que Martín sintió al entrar en la carpa médica que el ejercito había improvisado como hospital de campo. Los heridos no paraban de llegar. Desesperado buscó a Fabiola en todas las camillas. Levantó cada sábana ensangrentada, revisó cada cuerpo calcinado, nada. Ni viva ni muerta. Fabiola no aparecía.
—Cuñao, me acaba de decir uno de los médicos que se han estado llevando a varios heridos a hospitales particulares. Váyase a buscar a su hermana, nosotros lo cubrimos con el jefe.
—Gracias “negro” gracias mi hermano. Me llevó una radio por cualquier cosa.
A esa altura del desastre las altas cupulas del gobierno pedían dos cosas: Información y cabezas. El F2, desde el inicio del ataque se dedicó a recopilar datos, tomar fotos, identificar cuerpos, cotejar información. Todo para buscar un hilo por donde comenzar a desenmarañar la maldita madeja sangre y muerte que tenían entre manos.
La mitad del F2 estaba en un galpón revisando minuciosamente los cientos de fotos que habían tomado desde el comienzo del asalto. Una fotografía llamo la atención del “negro Oscar”. La imagen de varios tipos cargando en una camioneta negra, lo que a todas luces eran bolsas con cuerpos. No parecían militares o equipo médico. Había unas cinco o diez fotografías de la escena. Pero la última fue la buena. Asomando la cabeza detrás la camioneta, como quién supervisaba el asunto, se distinguía el rostro del chef Gigi Ferruzo.
En pocos minutos el “negro Oscar” y el resto del F2, junto a varios comandos del ejército, volaban a toda velocidad hacía las afueras de Bogotá, enfilándose todos los vehículos a vía a La Calera.
No hubo tiempo del clásico “arriba las manos que están rodeados”. No. No era momento de finezas. Las puertas del restaurante volaron hechas trizas, las ventanas fueron destrozadas para que los comandos entraran sin problemas. Afuera, varias docenas de soldados apuntaban listos a disparar a cualquiera que intentará huir… el lugar estaba vacío.
Aún con la adrenalina arriba, los comandos del F2 se miraban confusos entre sí, esperando alguna orden. El “negro Oscar” se arrancó furioso la máscara navarone.
—¿¡Qué gran chimba está pasando acá!? ¿¡Qué carajos pasa!? ¡Que alguien me conteste!
—¡Capitán! ¡Capitán! —gritó uno de los soldados. —Venga por favor.
EL POSTRE.
Oficina de campaña del F2, Bogotá. 8 de noviembre 1985 / 11:00 a.m.
Luego de ser llamado por radio, Martín Úsuaga llegó a las improvisadas oficinas del F2 que se habían montado a la par del Palacio de Justicia. Entró a una pequeña carpa. Su jefe y el “negro Oscar” organizaban papeles e información.
—Úsuaga, siéntese por favor. —le indico el superior.
El “negro” puso una foto sobre la pequeña mesa y se la pasó a Martín.
—Es una de las que el F2 tomó durante y después del ataque. —dijo —
En la imagen se estaban introduciendo cuerpos dentro una camioneta negra. Martín solo tardó un par de segundos en identificar el rostro de Gigi en ella.
—Y este maldito cabrón por qué… —el “negro” lo interrumpió deslizándole otra foto. Era patio posterior del restaurante. Cinco enormes barriles ardían levantando enormes llamaradas.
—¿Qué carajos me están mostrando? —preguntó alterado Martín.
El jefe carraspeó antes de poner sobre la mesa una fina servilleta de lino blanco con la esquina bordada. «L´Angolo de Gigi» se leía. Luego miró a Martín.
—Acabó de colgar con Benedetta Ferruzo, la hermana del chef Gigi Ferruzo. —el jefe posó la mirada unos segundos sobre la servilleta. —Dice que no ha hablado con su hermano en más de quince años y que nunca le ha enviado ningún cargamento de carne o cosa por el estilo. —hizo una pausa antes de continuar. —Resulta que la mujer es vegetariana.
El “negro”, viendo como la vena del jefe se hinchaba cada vez con más fuerza, retomo el hilo de la conversación.
—Tampoco encontramos un solo proveedor colombiano de carne que haya trabajado con el italiano ese. —Tragó grueso y guardó silencio.
Martín deslizó suavemente la servilleta de lino hacía él. La tanteó con los dedos, había algo en medio. La extendió despacio. Sabía lo que tenía enfrente, pero su cabeza no terminaba de hilar lo que pasaba.
—Lo siento cuñao. —susurró “el negro” con toda la delicadeza que un hombre de su oficio puede tener. —Los muchachos lo encontraron en una esquina del cuarto frío. Martín tenía los ojos desorbitados. Sobre la mesa, en un mar de lino blanco, dos delfines nadaban indiferentes alrededor de un delicado anillo de oro.
Las horas pasaban y “el negro Oscar” no podía quitarse de la cabeza la imagen de aquellos barriles ardiendo en el patio trasero del restaurante. Llamaradas de las que emanaba un agradable olor dulzón; mezclado con romero y especias. Trozos de carne que quemaban despacio sus vetas de grasa marmoleada, desprendiendo un intenso aroma ahumado. Cuando “el negro” se descubrió salivando por aquella imagen espantosa, corrió al baño a vomitar como nunca lo había hecho en su vida.
Gigi Ferruzo desapareció sin dejar ni un rastro de migas de pan. Lo buscaron hasta debajo de las piedras, pero no hubo suerte. A pesar del secretismo con que el F2 y el gobierno manejaron la situación, bastó con una pequeña filtración para que la historia del «restaurante caníbal» estallara en todos los medios. Unos decían que sí, otros que no. Oficialmente nunca hubo una declaración acerca del tema, pero en el imaginario popular quedo marcada a fuego la historia de «Gigi Ferruzo, el chef caníbal»
Martín Úsuaga, capitán del F2, se retiró un mes después del atentado al Palacio de Justicia. Vendió todo lo que podía vender y partió sin despedidas ni nada.
EL ÚLTIMO BOCADO.
Bogotá, enero de 2025.
Tuvieron que pasar cuarenta años para que la pequeña Fabiolita, una fría mañana de enero, cruzara la puerta del comedor gritando y saltando por todos lados.
—¡Abuelito! ¡Abuelito! ¿tú eres el cuñao? —El “negro” Oscar, que adoraba las locuras infantiles de su nieta soltó una ruidosa carcajada.
—Yo soy tu cuñao, tu abuelito, tu tío. ¡Tú dime que quieres que sea para ti mi corazón! —la niña le saltó al cuello estampándole un beso. Le puso en las manos un sobre manila que había encontrado bajo la puerta y salió corriendo al patio a corretear a la gata blanca del vecino.
El sobre, sin remitente ni dirección, solo tenía escrita una palabra en letras grandes y marcador negro: «Cuñao»
Apoyado en su bastón, el “negro” buscó en el parque una banquita a la que le estuviera pegando bonito el sol. La mañana era fría. Jugó con el sobre unos minutos. Pasándoselo de mano en mano. Finalmente lo rasgó. Sacó un recorte de periódico. Una de esas noticias medio infames que salen en la sección de notas rojas:
San Salvador, 2 de diciembre 2024
«HORROR EN LA VIEJA ROMA»
Por: Orellana
Según informes extraoficiales, en medio del salón principal del restaurante italiano, “La Vieja Roma”, la policía encontró una mesa servida con acompañamientos, salsas y finos quesos. Y como plato principal, la cabeza de la chef y propietario del restaurante, horneada al estilo “Ternera al Cazador” platillo insignia de “La Vieja Roma”.
Según las autoridades, no hay señales de violencia visible en el resto del local. Y al cierre de esta nota, tampoco se sabe nada del resto del cuerpo del chef.
El viejo instinto de policía hizo que “el negro Oscar” mirara discretamente hacía ambos lados por si alguien lo observaba más de la cuenta.
Casi de inmediato se le dibujó una sonrisa en el rostro. —¿Quién carajos va a andar siguiendo a un viejo policía como yo? —murmuró. La sonrisa se le fue borrando cuando se le vinieron a la cabeza un par de recuerdos de su tiempo en el F2. —¡Pues… nunca se sabe! —pensó suspicaz.
Sacó del sobre manila tres fotos polaroid ordenadas correlativamente en la esquina derecha por un número de menos a mayor. La foto uno era el chef de “La Vieja Roma” amarrado a una silla dentro del cuarto frío, miraba a la cámara con el rostro desencajado.
El “negro Oscar” frunció el ceño. —Gigi Ferruzo, cuarenta años más viejo, pero es él— Susurró.
Luego destrabó la siguiente foto. Suspiró profundo. En la boca sintió el sabor de la satisfacción, la venganza y una pizca de vergüenza. Gigi Ferruzo, más bien, su cabeza, descansaba sobre una generosa cama de vegetales. Todavía humeaba y los pómulos se le veían tiernos y suavecitos. Estaba emplatado con una pequeña pera caramelizada en la boca. Detalles de la alta cocina.
Llegó a la última. Un nudo le cerró la garganta. Los ojos se le humedecieron. Martín Úsuaga, también cuarenta años más viejo, pero bien conservado. Sonreía parado atrás de varias ollas y un rotulo que decía, «FRITANGA Y TAMALES BOGOTANOS» En la foto, muchas personas estaban haciendo cola para comprar las delicias colombianas que vendía.
El “negro” se quedó sentado un largo rato en la banca del parque. Mil ideas le daban vueltas en la cabeza. Cerraba los ojos y veía a Fabiola, la hermana de Martín. Luego miraba el sobre; algo de satisfacción le daba. Se levantó, camino hacía un basurero y dejó caer el sobre dentro.
A pocos metros, dos ladronzuelos pasaron corriendo a toda velocidad. Huían mientras una mujer gritaba —«¡Mi cartera, ladrones, devuélvanme la cartera!»
El “negro Oscar” siguió con la vista a los jóvenes malandrines hasta que se perdieron en una vuelta de esquina.
—¿Cuántos tamales bogotanos saldrán de un par de cabrones como esos? —se alejó haciendo el cálculo con una sonrisita entre los labios.
Fin.
MAYO SIBRÍAN:
Una aproximación psicopatológica
Jesús Martínez | Poeta y psiquiatra
Mayo Sibrián, comandante guerrillero del Frente Paracentral en la guerra civil salvadoreña, fue acusado de masacrar sin sentido a sus subordinados en los años ochenta, una herida abierta e impune para los familiares de las víctimas. Jesús Martínez, escritor y psiquiatra, analiza la mente de Sibrián por medio del libro de José Manuel García, publicación sobre este personaje al que algunos se refieren como el «monstruo»
Jesús Martínez | Poeta y psiquiatra
Recientemente me enteré del libro escrito por el documentalista José Manuel García: Mayo Sibrián: el monstruo del frente paracentral, con el subtítulo La masacre que ocultó la guerrilla salvadoreña. El libro trata sobre este personaje quien tuvo a su cargo el Frente Paracentral en la guerra civil, y quien padecía de una desconfianza tal que acusaba a sus propios compañeros de traición por cualquier cosa que calificara como sospechosa y quien asesinaba a los acusados dentro de sus propias filas con lujo de barbarie, reduciendo una tropa de más de 600 hombres a solo una docena de combatientes.
Cuando nos enteramos de sujetos que cometen actos atroces rápidamente los catalogamos de locura, pero ¿a que nos referimos cuando hablamos de locura? ¿Es la locura similar al termino clínico actual de psicosis? ¿Tiene la locura relación con la maldad? Trataremos de responder estas preguntas a la vez que nos aproximaremos a responder qué padecía Mayo Sibrián. No contamos con un historial clínico completo y las observaciones que realizaremos están basadas en libro de José Manuel García por lo que, únicamente es posible realizar una aproximación y no un estudio exhaustivo que nos permita sacar una conclusión diagnóstica definitiva o incluso una explicación de la formación sintomática como se ha realizado en otros casos como en el del famoso Ernest Wagner1 , o en el análisis que Erich Fromm hace sobre Hitler en Anatomía de la destructividad humana y en las conferencias de El amor a la vida.
Primero tendremos que responder qué entendemos por locura. La locura pertenece al lenguaje popular y desde ahí se ha trasladado al lenguaje médico, suele entenderse en oposición a la razón, lo contrario de ella y también como lo otro de la razón. La compresión más propia será la siguiente: aquellas manifestaciones psíquicas (afectos, pensamientos y actos) que son contrarios a la razón. En ese sentido se pueden cometer actos de locura sin estar loco de ahí las expresiones comunes «¿qué locura has hecho?», «¿te has vuelto loco, cómo has podido hacer eso?», también parece ser que la mayoría de seres humanos tenemos una locura personal, algo en lo que creemos que es contrario a la razón aunque sepamos que no es verdad, del estilo «me gusta creer que es así», como por ejemplo: los horóscopos. Se puede estar loco sin ser psicótico y al mismo tiempo se puede ser un psicótico sin cometer actos de locura.
Ahora bien, que un comandante guerrillero acuse a sus propios compañeros de traición por cualquier cosa que calificara como sospechosa y que los asesine con lujo de barbarie, ¿es un acto de locura?, ¡sin lugar a dudas!, pero ¿se trataba de un cuadro psicótico?
El termino psicosis se utiliza en el área de la salud mental para definir un grupo de cuadros clínicos que tienen que ver con la pérdida del contacto con la realidad, sin embargo hay otras enfermedades que no corresponden a cuadros psicóticos donde se pierde el contacto con la realidad como cuadros disociactivos, síndromes confusionales, etc. Por lo que lo que caracteriza a la psicosis clínicamente es una dimensión de la experiencia que atañe sobre todo a la relación del sujeto con el saber y la verdad, que puede manifestarse, por ejemplo, en la relación con los otros como en la paranoia donde se presenta la autorreferencia y el perjuicio con un completo convencimiento que hay otro que me quiere hacer daño.
Esto es lo esencial en la psicosis una certeza absoluta pero, no es lo único, además hay alteraciones en otras dimensiones: en el cuerpo (extrañeza, intrusión xenopática, desposesión); en el lenguaje (lenguaje de órgano, literalidad, neologismo, paralogismos de von Domarus); la satisfacción, el placer y le goce (desregulación y deslocalización, plenitud e intensidad insoportable); con el deseo y la vida (desvitalización, vacuidad, desapego). En palabras de Lacan: «Un desorden […] en la juntura más íntima del sentimiento de la vida en el sujeto».
Con los datos que tenemos podemos afirmar que efectivamente se trata de un caso de psicosis.
«Francisco Edmundo Argueta Hernández era un ordenanza de la facultad de Medicina en enero de 1970, luego laboratorista, auxiliar de primera clase y por último auxiliar de docencia e investigación en 1974, donde se le pierde la pista, decidió cambiarse el nombre a Mayo Sibrián para homenajear al comandante Celso quien murió en combate y cuyo verdadero nombre era José Roberto Ramírez Sibrián». (García)
Es cierto que era una práctica común que los combatientes guerrilleros adoptaran un pseudónimo por motivos operativos y de seguridad, en esta elección podemos pensar que en el pseudónimo se encuentra cifrado un ideal «ser un guerrillero que defiende la causa a toda costa y a cualquier precio», ideal que se asume a lo mejor, para reforzar la identidad precaria del ordenanza que era Francisco Argueta.
Y que lo llevaría a ser: «Un tipo intransigente que abrazó con fuerza la figura del guerrillero sufrido y entregado». (García)
«Las pocas personas que cuentan cosas acerca de Mayo, las que se atreven, lo recuerdan como un tipo hosco y extremadamente retraído. Un hombre que despreciaba cosas triviales como los desodorantes, los cortes de cabello y la limpieza de las uñas. Cualquier comportamiento que no comulgara con su ideal de esforzado combatiente era una ‘mariconada de la oligarquía pequeño burguesa’». (García)
En los cuadros psicóticos existen varios grupos de síntomas, los llamados síntomas negativos corresponden a una disminución o ausencia de funciones y emociones habituales es decir hacen referencia a aquello que antes se tenía y que ahora se ha perdido, por lo que este descuido en el aspecto personal, esta hostilidad y este retraimiento pudieran corresponder a este tipo de síntomas de un cuadro de psicosis y que pueden presentarse incluso diez años antes del aparecimiento de los llamados síntomas positivos que son aquellos que aparecen y no estaban presentes antes en la persona, como las alucinaciones, los delirios o la desorganización del pensamiento y comportamiento. Son síntomas que añaden algo a la experiencia de la persona que no estaba ahí antes.
Vemos que ya existían fuertes indicios de una gran enfermedad psíquica en Mayo Sibrián y el caso es que fue capturado y torturado por 1 año y tres meses. El jurista romano Ulpiano define la questio (como se llamaba la tortura en la Antigua Roma) «el tormento del cuerpo para obtener la verdad», y La Asamblea Médica Mundial de Tokio celebrada en 1975 como: «El sufrimiento físico o mental infligido en forma deliberada, sistemática o caprichosa, por una o más personas, actuando sola o bajo las órdenes de cualquier autoridad, con el fin de forzar a otra persona a dar información o hacerla confesar por cualquier otra razón.»
Es imposible salir bien mentalmente después de un evento traumático tan terrible como es la tortura y lo habitual es que se presenten trastornos de estrés post-traumático, cuadros de ansiedad y depresión, transformaciones de la personalidad e incluso psicosis, el cuadro que se presente dependerá de múltiples factores como la intensidad, el tiempo de exposición, los recursos de los que dispone la persona, la respuesta del ambiente, la salud mental previa, etc.
Si previamente ya existían síntomas prodrómicos es previsible que al ser sometido a un gran estrés se dé un franco desencadenamiento del cuadro psicótico.
Recordemos el ideal de Mayo Sibrián: «Un guerrillero que defiende la causa a toda costa y a cualquier precio», por lo que no debió de confesar ni ceder a pesar de ser torturado, pero para mantenerse en silencio y afrontar tal nivel de angustia provocado por el dolor físico y emocional tendría que echar mano de un mecanismo de defensa psíquico poderoso como es el delirio, a veces la única forma de tolerar lo insoportable.
«Cada sesión de tortura a la que era sometido hacía que la idea de una red de infiltrados dentro de los campamentos guerrilleros se enquistara cada vez con más profundidad en su mente». (García)
Llegado a este punto conviene preguntarnos ¿Qué es el delirio?
Siguiendo a J.M. Álvarez podemos decir que: «Se pueden dar dos tipos de definiciones, una desde fuera y otra desde dentro. Desde fuera se subraya la distancia, la irracionalidad, la falsedad, la irrealidad e inflexibilidad. Y de ese modo se concibe como un disparate que el enfermo considera verdadero y sobre el que no se puede influir mediante la razón ni la evidencia». (Álvarez)
Ahora bien, no es un disparate que en una organización guerrillera exista una red de infiltrados, es totalmente plausible, entonces ¿cómo podemos justificar que esta idea que llevó al asesinato de cientos en las propias filas guerrilleras sea psicopatológica?, entendiendo el delirio desde dentro: «Un poco más cerca del núcleo, se habla de certeza, incorregibilidad, disconformidad con la realidad y cosas de este tipo. Visto desde dentro se nos antoja distinto. El corazón del delirio muestra imperiosa necesidad de engañarse sobre algo inadmisible mediante la triquiñuela de la verdad absoluta. La mayoría de las veces esa ceguera se manifiesta a través de desatinaos, pero en algunas otras, las menos, puede llegar a coincidir con la realidad común, las evidencias de las ciencias y los dogmas de las religiones». (Álvarez)
Es por eso que consideramos la ideas de la existencia de una red de infiltrados como delirante aunque existe la posibilidad que fuera real, incluso un reloj que está parado da la hora exacta dos veces al día, pero la completa convicción de que es la hora correcta todo el tiempo lleva a mal interpretar la realidad en este caso con consecuencias atroces.
«Como experiencia, el delirio tiene la densidad de la certeza y la determinación de la pasión más desbocada y temeraria. Aunque contiene un granito de verdad, el delirio es esencialmente ocultación y ceguera necesarias». (Álvarez)
El delirio tiene dos elementos compositivos: la revelación y el razonamiento. En Mayo Sibrián es posible suponer que el momento de la revelación del delirio fue mientras era torturado pero ¿cuándo apareció el elemento segundo del razonamiento para dar forma coherente y lógica a esas verdades reveladas?
«Durante su recuperación, Mayo se hizo de dos libros que leía y releía con devoción absoluta. El primero, un teto llamado El documento filipino, que narraba cómo la CIA logró infiltrarse en parte de la guerrilla filipina y ayudó a desarticularla desde adentro. Y el segundo, La clave está en Rebeca, una novela de espionaje, ficción total, del escritor Ken Follet. En todas sus páginas, Mayo encontró los evangelios de su cruzada.
»Desde las primeras charlas e interrogatorios con sus superiores, Mayo soltó a bocajarro su teoría de la infiltración masiva del enemigo en los campamentos de la guerrilla.
»Su principal argumento eran los incontables detalles secretos que sus torturadores, entre trompada y garrote, pretendían que él admitiera y corroborara. Esa duda fue la que él vendió muy bien a sus superiores.
»En la cabeza tenía la certeza absoluta de que él era el elegido para acabar con la red de espionaje que el enemigo había tendido. Su credo era simple: nadie escaparía de sus manos.
»Un grupo de muchachos, casi niños, de 12 y 17 años, fueron llevados al campamento de Mayo para la conformación de un nuevo pelotón. Todos procedían de los campamentos de refugiados salvadoreños asentados en Honduras. Mayo los alineó uno junto a otro. Los cipotes estaban emocionados y orgullosos. Ahora si iban a ser combatientes de verdad.
»Mayo tomó su fusil y sin mediar palabra les disparó hasta que ninguno se movió. Cayeron fulminados al instante por el fuego de metralla. Cuando Mayo se quedó sin balas, ante el estupor de todos, solamente dijo: ‘¡Todos estos monos son enemigos y por eso les mostré cómo se debe de actuar! ¡Hay que ser revolucionarios hasta las últimas consecuencias!’» (García)
¿Qué tiene que ver el ser revolucionario con asesinar a un grupo de muchachos? Nada, hay una clara falla en la lógica influida por la percepción delirante que genera esta incapacidad específica para el razonamiento silogístico. Lo que conocemos como principio de Von Damarus: esto significa que los sujetos con delirios tienen dificultad para distinguir la identidad de los sujetos de la identidad de los predicados en proposiciones lógicas, en un ejemplo menos violento: «Dios es amor y el amor es ciego, Stevie Wonder es ciego por tanto Stevie Wonder es Dios».
Más aún, encontramos descrito lo que parece una clara conducta alucinatoria:
«Le gustaba sentarse debajo de un árbol a hablar solo. Mantenía largos monólogos consigo mismo, al tiempo en que se contaba los dedos de las manos una y otra vez de forma compulsiva». (García)
Podemos sostener la hipótesis de que lo observado fenomenológicamente puede corresponder a la interacción del sujeto con los propia psicopatología es decir que en lugar de un monólogo en el sentido más literario, el del diálogo interior, estuviera interactuando con las alucinaciones que presentaba.
Está claro que Mayo Sibrián tenía una enfermedad mental, una psicosis de tipo paranoide (no es posible afinar más el diagnóstico con los datos que tenemos), pero nos queda el problema de la maldad reflejado en el método utilizado para asesinar a sus víctimas:
«Tenía que comenzar a socavar la moral de los infiltrados. Había que iniciar entonces por los jefes. Si uno de ellos era culpable, seguramente terminaría confesando. Si no lo era, los demás verían que bajo su mando no habría garantías de rango para nadie. Eso sí, instauró una regla que mantendría vigente siempre y debería ser respetada por todos: Un traidor no era merecedor de una bala. Por lo que sus métodos de tortura y ejecución, consistían en romper huesos, lapidaciones, muerte a golpes o ahorcamiento. Mayo fue brutal. Después de días de tortura, dejó que las fracturas expuestas se infectaran y los gusanos comenzaran a devorar vivos a los supuestos traidores. Cuando finalmente hizo desfilar a todo el campamento frente a ellos, el olor pútrido y la miserable agonía de esos desgraciados, fue la mejor declaración de poder absoluto que el comandante Mayo pudo haber hecho.
»Quienes recuerdan este suceso cuentan que simplemente los dejó ahí, tirados en el suelo de barro, con medio cuerpo deshecho, Agonizando en silencio y abandono». (García)
No todos las personas que padecen este tipo de cuadros son peligrosas, es más son la excepción, y más aún no todas las personas que padecen de psicosis son asesinos despiadados.
No está claro de existir un vínculo esta relación es cuando menos controvertida. Sí resulta evidente, en cambio, el papel que el mal y el crimen desempeñan la historia de psiquiatría y la psicopatología. Por mucho tiempo la psiquiatría forense se ha dedicado a la determinar el grado de locura de los criminales para que luego se pueda determinar o no la imputabilidad del sujeto que ha cometido atrocidades morales.
En tanto inclinación a menudo reprobable o manifestación supuestamente contraria a la naturaleza humana, la ciencia psicológica ha vinculado la maldad al error, la anormalidad y la enfermedad. Al mismo tiempo que se engrandecía la ideología de las enfermedades mentales, las relaciones entre la locura y la maldad comenzaron a concebirse como causa y consecuencia. No podría ser que alguien que mata despiadadamente o que delinque sin el menor miramiento esté en su sano juicio. Algún poder oculto, ya no demoniaco sino enfermizo, obrará en él a modo de «impulso irresistible».
Es importante esforzarse por conservar la frontera que separa el campo de la patología del territorio ético y moral, frontera que en la historia tiende a desdibujarse. No por tener una enfermedad mental se es esencialmente malo, la gran mayoría que padecen una gran enfermedad mental (entiéndase cuadros crónico degenerativos que afectan todas las esferas de la vida) son buenas personas que intentan afrontar su propio sufrimiento sin dañar a otros.
Ahora bien, ¿los líderes mundiales que ordenan matanzas están todos psicóticos?, locos probablemente sí pero psicóticos no. ¿No está loco Benjamín Netanyahu por ordenar la despiadada ofensiva en la Franja de Gaza? Sí, pero por el momento no se han colado informes de que padezca una enfermedad psiquiátrica.
En el caso de Mayo Sibrián podemos decir que desafortunadamente coincidió la psicosis con un hombre que fue devorado por la maldad.
El 4 de septiembre de 1913, Ernest Wagner después de matar a su mujer y a sus cuatro hijos, con golpes de cuchillo en el cuello, en el pecho y en el corazón, llevó a cabo 14 crímenes por disparo. Incendió cuatro diferentes lugares del pueblo de Mülhausen (Alemania) donde anteriormente había residido. Fue finalmente detenido por algunos habitantes del lugar y llevado a un hospital psiquiátrico donde permaneció hasta el año 1938 cuando murió. El diagnóstico emitido por su psiquiatra, el Dr. Gaupp, fue de paranoia. Doce años antes, en 1901 aproximadamente, tuvo (según él dice) actos sexuales con animales, a partir de los cuales inicia un delirio de persecución en el que siente que todos los habitantes del pueblo lo saben y se ríen y burlan de él. Se calificará de sodomita, significante que no lo soltará nunca.
BIBLIOGRAFÍA
Álvarez. J.M. (Compilador). Vocabulario de Psicopatología. España. Xoroi Ediciones. 2024.
García José Manuel. Mayo Sibrián, el monstruo del frente paracentral. La masacre que ocultó la guerrilla salvadoreña. El Salvador. Índole Editores. 2024.
Kaplan, Sadocks. Sinopsis de Psiquiatría, 12ª Edición. España. Ovid Technologies. 2022
Lacan, J., «De una cuestión preliminar a todo tratamiento posible de la psicosis» (1957–1958), en Escritos 2, Siglo XXI editores, Bs. As. 1989.
LA SONRISA DE LA CULEBRA.
«Crónica del último salvadoreño fusilado»
LA SONRISA DE LA CULEBRA.
«Crónica de un salvadoreño fusilado»
Por: José Manuel García.
Sentado en su catre se ató los zapatos con dificultad. Metió en una pequeña bolsa de plástico su cepillo de dientes, un jabón a medía vida y un par de calcetines negros que estaban a dos puestas de tener un hoyo en el talón.
Se paró a mitad de la celda, tal y como lo había venido haciendo durante los últimos treinta años, y esperó a que el guardia llegara a abrir la puerta.
Era su último día en la cárcel. Paseó la mirada por aquellos mugrosos tres metros cuadrados que conocía milímetro a milímetro. De reojo, vio el pequeño espejo que tenía en la celda; el reflejo de un viejo arrugado, narizón y cansado se asomó malhumorado. Miguel suspiró largo y profundo. El guardia llegó hasta la puerta de la celda y dio un par de golpes a las rejas con su macana.
—Bueno Miguelito, te llegó el día. Vas para afuera. ¿A ver cuanto durás suelto? —dijo socarrón el guardia
Mientras caminaba por los pasillos de la prisión, los otros reos le gritaban: —«¡Buenale Zorro, ya te vas!», «¡Nos vemos afuera Zorro!» ...Miguel, a sus casi sesenta y cinco años, odiaba profundamente que le llamaran así: El Zorro
23 de enero de 1962 Barrio de San Miguelito.
Manuel de Jesús Navarrete, conocido por sus vecinos y amigos como, Don Chuz, regresaba a su casa al filo del mediodía. Había salido a dar unas vueltas, como él solía decir. Venía contento de haber podido hacer unos pagos que tenía pendientes. Tan satisfecho regresaba, que hizo tiempo para pasar al mercado a comprar libra y media de carne para el almuerzo.
Una cuadra atrás, reptando entre los parroquianos y las ventas de la calle, lo seguía sin despegarle la vista Juan Antonio Centeno, conocido en el mundillo de la gente peligrosa como: La Culebra.
Matón de profesión y ladrón por vocación. La Culebra tenía unas cejas espesas que le enmarcaban unos ojos negros y fríos. Usaba un bigotón que se le torcía en una sonrisita cínica que se le dibujaba en la cara cada vez que iba a hacer una canallada. Desde pequeño fue un verdadero malnacido sin entrañas.
Caminando unos metros por delante de Don Chuz, Miguel Ángel Torres, alias El Zorro, de cuando en cuando volteaba hacía atrás para ver qué tan lejos o cerca estaba el objetivo. Flaco, narizón y demasiado nervioso par la vida criminal. Era de esos que, sin haber hecho nada, sudaban ansiosos hasta parecer culpables.
En ese estira y afloja de persecución, siguieron a Don Chuz hasta la puerta de su casa. Parados en la esquina, La Culebra y El Zorro calculaban el mejor momento para actuar.
San Salvador 1995
Llevaba casi una hora caminando y viendo con asombro y temor, la velocidad con la que ocurrían las cosas en el centro de San Salvador. Vendedores gritando, tiendas con la música a todo volumen, carros y buses peleando metro a metro las calles abarrotadas. No era la misma ciudad que Miguel había dejado treinta años atrás.
No pudo más y terminó desplomándose en una banca del Parque Libertad. La sensación de ahogo le apretaba la garganta.
—¡Café, café! ¡Cigarros y galletas! —gritaba con entusiasmo una vieja vendedora ambulante. Empujaba un destartalado carrito de supermercado donde llevaba acomodada toda su venta. Avanzaba como un pato alegre, bamboleándose de un lado a otro debido a una rueda trasera chueca y degastada de tanto patear calle.
Al armatoste le colgaban de todos lados, escapularios, estampitas de santos y oraciones para que nunca faltara la venta. Una raída sombrilla roja, amarrada al carrito, la protegía del implacable sol del mediodía.
Cuando Miguel reparó en ella, la vieja estaba rodeada de clientes. Despachaba café tras café y uno que otro cigarrillo. «El Café con Piquete» era el que más vendía. Por cincuenta centavos más, le dejaba caer al vasito un generoso chorro de guaro de unas botellas que escondía muy bien en el fondo de la carretilla.
La vieja se acercó a la banca de Miguel arrastrando a paso chueco su carrito.
—¿Le molesta si me siento? —preguntó sudorosa.
—No, no, para nada, siéntese.
La vieja, abanicándose con la mano observó a Miguel detenidamente. Y al cabo de un instante terminó preguntándole: —«¿Qué le pasa Don? Se echa de ver que está como perdido».
Miguel se encogió de hombros: —Desde hace tiempo que ando perdido.
¡Toc! ¡Toc! ¡Toc!
—Buenos días, somos de la compañía de alumbrado público y andamos haciendo unas revisiones—. Don Chuz abrió la puerta. El «técnico» lo saludó con una sonrisita cínica de medio lado mientras se acomodaba el bigote. Cargaba sobre el hombro derecho una varilla de hierro de buen tamaño. Detrás de él, su ayudante veía nervioso hacía todos lados, asegurándose que nadie los mirara entrar.
El Zorro se pegó a la pared sin dar crédito a lo que veía. Las piernas le temblaban y estaba a punto de vomitar. La Culebra golpeaba una y otra, y otra vez a Don Chuz en la cabeza con la varilla de hierro.
Las paredes estaban manchadas de sangre, el piso estaba cubierto de charcos rojos. Y trozos de sesos se habían pegados en diferentes partes de la sala; en muebles, el techo, las puertas. La Culebra seguía golpeando con rabia.
A pesar de chorrear sangre desde el pelo hasta los pies, detrás de la máscara roja que le cubría la cara, mantenía fresca esa sonrisa cínica y retorcida tan suya.
El Zorro no entendía. Lo que iba a ser un asalto de entrada por salida se convirtió en una orgía de violencia y sangre sin sentido. A la segunda vez que Don Chuz contestó —«No tengo dinero en la casa» La Culebra comenzó a descargar todo su veneno sobre la cabeza de aquel pobre hombre.
La puerta de la calle se abrió. Una voz de mujer dijo en voz alta: —«¿Chuz ya viniste?». Juana de Navarrte, esposa de Don Chuz, se paralizó cuando entró a la sala y vio aquel espectáculo asqueroso.
La Culebra le saltó encima casi de inmediato tirándola al suelo. Un par de puñetazos en la cara bastaron para aturdirla. Le arrancó la ropa y justo a la par del cadáver del marido la violó sin piedad.
Juana de Navarrete sintió como la sangre viscosa se le iba pegando al cuerpo. Giró la cabeza con repulsión para no sentir el aliento de su agresor, solo para ver a pocos centímetros la cabeza reventada de Don Chuz. Entre envestida y envestida de La Culebra, la mente de Juana de Navarrete se fue yendo de sí mima. Dejando tirado su cascarón en aquel suelo pegajoso de sangre.
Ya había caído la noche cuando La Culebra se acercó nuevamente a Juana para rematarla con la varilla de hierro. Pero no lo hizo. La miro de pies a cabeza, desnuda, embarrada de sangre y con la mirada perdida. Se encogió de hombres y la dejó viva.
El crimen fue titular en todos los periódicos. En la radio solo se hablaba de lo ocurrido. Los salvadoreños de a píe estaban furiosos y clamaban justicia. Los cuerpos policiales salieron a las calles a buscar pistas. Y lo hicieron preguntando a punta de culatazos, trompadas y patadas. Agarraron el hilo de la madeja gracias a un par de malvivientes que torturaron hasta sacarles la verdad.
Al Zorro lo atraparon llegando a la casa de su madre. Sin escenas, sin dramas. Dos golpes al estómago y va para arriba del camión de la guardia. La Culebra fue otra historia.
Lo encontraron moliendo a golpes a dos prostitutas del Salón Bambi en el centro de San Salvador. Pese a la docena de cervezas que traía encima, se necesitaron ocho guardias para reducirlo. A uno le voló los dientes de un botellazo e hirió a dos más con los trozos de la misma botella con la que había golpeado al primero. Pero al final, después de una golpiza a conciencia, terminaron subiéndolo al camión con tres costillas rotas y un brazo dislocado.
—«¿Por qué no mató también a Juana de Navarrete?» —preguntó el juez a La Culebra.
Desde el banquillo de los acusados, alías La Culebra, miró aburrido a Juana, sentada a unos pocos metros de él, y se encogió de hombros. —«Se llama igual a mí nana. Y a una dama que tuve». —contestó.
Juana, ahora viuda de Navarrete, siempre se presentó a los tribunales cada vez que su presencia fue requerida durante el juicio. Llegaba acompañada de su hermana mayor, porque su estado mental era frágil. Era una mujer rota. Solo la voz de su hermana y un rosario amarillo la mantenían por momentos en el presente.
Juana deslizaba mecánicamente las cuentas del rosario en un bucle infinito que le permitía mantener distancia con los demonios de su cabeza. Pero era solo cuestión de tiempo para que ese dique se desbordará, había sentenciado el psiquiatra que la trataba.
A pesar de estar cada día más ausente, a mediados de 1965 llegó acompañada de su hermana al juzgado para escuchar las sentencias que se impondrían a El Zorro y a La Culebra. Ya no quedaba mucho de Juana. Ni siquiera se enteró de las sentencias por estar afanada contando y recontando las cuentas del rosario amarillo.
A Miguel Ángel Torres, alias, El Zorro, treinta años de prisión sin posibilidad de reducción de pena. Y a Juan Antonio Centeno, alias, La Culebra, pena de muerte. Así, con todas sus letras.
San Salvador, agosto de 1970.
Se decidió hacer del fusilamiento de La Culebra un castigo ejemplar, abierto al público y a la prensa. El patio del Cuartel Central de la Policía de Hacienda sería el lugar de la cita.
Todo el que quiso entrar a ver el fusilamiento fue bienvenido. La prensa tenía un lugar designado para que no perdieran un solo detalle. Afuera, se vendían manzanas cubiertas de caramelo, churros españoles, elotes asados. Era una feria. A lo lejos, se escuchó aullar una sirena, el convoy que traía a La Culebra se acercaba.
Pararon a media cuadra de la entrada del cuartel. Los guardias tenían preparada una valla para permitir a la gente ver al asesino de cerca. La turba lo insultó de todas las formas posibles. ¡Hijo de puta! ¡Te vas a quemar en el infierno maldito! ¡Hoy te vas a morir basura!
A La Culebra le resbalaba todo aquello. Solo una mujer le llamó la atención. Estaba parada, sin moverse, sin decir nada. Cubierta con una larga mantilla negra, de esas de ir a la iglesia, y unos grandes lentes oscuros. Cuando La Culebra estuvo cerca de ella, la mujer sonrió con desprecio, extendió el brazo y abrió la mano. Un desgastado rosario de cuentas amarillas quedó colgando entre sus dedos. Por primera vez en el día, una gota fría de sudor recorrió la espalda del sentenciado.
El último gesto de rebeldía de La Culebra fue rechazar que le vendaran los ojos, parándose con talante valentón ante los diez policías de Hacienda que le apuntaban. A la orden de fuego, La Culebra cayó muerto sobre las baldosas del patio.
Cuando preguntaron al oficial encargado porqué había dado el tiro de gracia al condenado en pleno rostro, este contestó molesto: —«Porque al cabrón le había quedado en la cara una sonrisita pendeja que no era propia de un recién fusilado». Ante esa respuesta, nadie discutió más el asunto. Así terminó La Culebra sus días, en un saco de yute, tirado en una fosa común con dos bolsas de cal viva encima.
San Salvador 1995
—«Treinta años encerrado es mucho tiempo». —Dijo a Miguel la vieja del carretón, mientras despachaba un «café con piquete» a un cliente. Ella había escuchado con atención lo que el viejo expresidiario le había querido contar, cuidándose de no entrar en detalles incómodos para él.
—Tómese este cafecito, yo se lo invito. Va cargadito para que agarre valor en estas calles tan locas.
La mujer arrancó del carrito una estampita de San Miguel Arcángel y una camándula que puso en las manos de Miguel, acompañando el gesto con una sonrisa.
—Tenga fe —dijo en voz baja la vieja—Dios tarda, pero cumple.
Miguel le dio las gracias. De alguna manera se sintió menos perdido.
La vieja se alejó lentamente, dando tumbos rítmicos con su carrito hasta perderse entre la multitud.
La locura de todas las tardes llegó puntual. Oficinistas corriendo a sus casas, empleados públicos saliendo de sus trabajos, vendedores tratando de rematar lo que les había quedado en el canasto. Ruido. Buses destartalados echando humo negro mientras se pelean a los pasajeros.
Miguel, recostado en su banca, con la barbilla apuntando al pecho y los ojos cerrados, era ajeno a todo ese ajetreo. Los dedos amoratados y fríos aún sostenían un pequeño vaso de café y un desgastado rosario de cuentas amarillas.
Del bolsillo de su camisa se asomaba una estampita de San Miguel Arcángel luchando contra el mismísimo lucifer. Y en la oración del reverso, en un pequeño espacio en blanco, podía leerse una frase escrita a mano: «Dios tarda, pero cumple».
LA CUESTA DE LA CALAVERA
El Salvador, Ciudad Delgado 1848.
Por: José Manuel García.
Hilario Texín colocó bruscamente el pequeño vasito vacío sobre las rusticas tablas que hacían de barra en la cantina de Don Pancho. Otro chorrito de guaro rellenó el vasito hasta rebalsarlo.
Hilario era zapatero de oficio. Poco aficionado a la bebida hasta que la Carmela se fue con un guardia de los bravos. Y a él, que siempre cargaba encima su navaja de zapatero para lo que se ofreciera, tener que bajar la cabeza ante fusil de su rival de faldas le sabía a mierda e impotencia.
Uno de sus contertulios de cantina, que además era medio poeta, le dijo entre trago y trago que «¡Donde manda capitán no manda zapatero! Y vale más descorazonado pero vivo, que terminar siendo un pendejo muerto y honorable»
Desde media mañana Hilario se había sentado a beber guaro a conciencia, escuchando a otro borrachín rasgueando en la guitarra la misma copla una y otra vez:
«Bajo la luz de la luna,
tu mirada es mi pasión,
tu voz es dulce fortuna,
que enciende mi corazón.»
Hilario el zapatero salió tan borracho de la cantina que ni cuenta se dio del tormentón que caía implacable sobre las calles empedradas del pueblo. Iba tambaleándose susurrando desentonado aquello de:
«Bajo la luz de la luna,
tu mirada es mi pasión …»
La tormenta arreció tanto que las calles se inundaron con fuertes correntadas de agua que se llevaban a su paso todo lo que encontraban. Hilario alcanzó a guarecerse en el soportal de una vieja casona que estaba a mitad de una cuesta empinada.
Un relámpago iluminó todo por un segundo y él se quedó petrificado del susto. A pocos metros, colgaba de la punta de un poste un cráneo encerrado en una jaula. Lo miraba fijamente con sus cuencas negras y vacías, si eso era posible. La jaula oxidada se sacudía de un lado a otro con la fuerza del viento. Y aquella calavera rebotaba furiosa de lado a lado entre los barrotes como queriendo escapar de su prisión.
Puede que haya sido todo el guaro que traía entre pecho y espalda, pero con cada relámpago, la cabeza decapitada del general Francisco Malespín parecía mirarlo y reírse de él a carcajadas.
Hay personajes que pasan a la historia con una leyenda negra que los persigue a lo largo del tiempo. O en algunos casos, amenaza implacable con borrarlos de a poco; arrancándolos de raíz de la memoria colectiva. Ese era el caso del general Francisco Malespín, presidente en dos ocasiones de El Salvador, militar implacable en el campo de batalla y principal impulsador de la fundación de la Universidad de El Salvador.
Para algunos Malespín fue el diablo a caballo, para otros, un férreo conservador que combatió a brazo partido las ideas liberales que amenazaban con cambiar el balance del poder en su tiempo.
El estado de Los Altos o simplemente Los Altos, fue un efímero estado dentro de la República Federal de Centroamérica. Conformado por una parte de la élite liberal «chapina» que desconoció el poder del gobierno conservador de Guatemala. Los Altos logró ser reconocido como estado independiente por la Federación Centroamericana el 5 de junio de 1838. Abarcando los departamentos de Quetzaltenango, Totonicapán y Sololá.
Para conservadores como el presidente de Guatemala, Rafael Carrera y el General Francisco Malespín, Los Altos era una espina en su costado que no estaban dispuestos a soportar por mucho tiempo.
El general Malespín, uno de los grandes detractores y rivales militares del general liberal Francisco Morazán terminó haciendo una alianza turbia con el presidente Carrera de Guatemala, urdieron un plan sencillo pero efectivo.
Un enviado llegó a Los Altos con un mensaje importante: el general Morazán ha triunfado en ciudad de Guatemala y derrotado al presidente Carrera. La noticia fue acogida con entusiasmo y alegría. Pero era mentira. Carrera había aplastado a las fuerzas de Morazán. Pero quería a todos los dirigentes de Los Altos quietos y reunidos en su solo lugar.
Mientras tanto, el general Malespín y su tropa se dirigía furtivamente a Los Altos. La noticia se filtró. Malespín estaba a pocas horas de Quezaltenango y la mayoría de dirigentes liberales corrieron despavoridos lejos de las tropas enemigas que se acercaban. Unos pocos decidieron quedarse y llegar a un acuerdo rindiendo la plaza con bandera blanca.
Después de escucharlos y sopesar los pros y los contras, Malespín pronunció una sola palabra. —«Fusílenlos».
El estado de Los Altos desapareció entre humo y olor a pólvora.
La tormenta siguió arreciando. Hilario seguía pegado a la puerta viendo como el nivel de la correntada seguía creciendo, al punto, que ya alcanzaba la tercera grada sobre la que estaba parado.
En medio de la calle, con la guitarra aún cruzada al pecho, venía flotando con la boca abierta el borrachín de las coplas. Dando tumbos de un lado a otro quedó atascado en el poste de la calavera. La fuerza del agua le movía los brazos haciéndolo golpear con fuerza las cuerdas de la guitarra ya medio rota. ¡Trang! ¡Trang! ¡Trang!
En la punta del poste, la calavera bailaba al son de los truenos, el viento y la guitarra del muerto. La corriente lo destrabó y se llevó nuevamente al difunto trovador. Conforme se alejaba seguía haciendo sonar lo que quedaba de su guitarra. ¡Trang! ¡Trang! ¡Trang! Hasta que el sonido se perdió en la tormenta.
A Hilario le temblaban las piernas y una arcada le subió furiosa por la garganta haciéndolo vomitar las entrañas de puro miedo.
Malespín contaba con todo el apoyo de su padrino, el presbítero Jorge de Viteri y Ungo, un influyente personaje religioso que, tras una visita al vaticano, logró que el Papa Gregorio XVI emitiera una bula (Universalis Ecclesia Procuratio) que le confería a la parroquia el Sagrario, de San Salvador, el rango de catedral. Por lo que el 28 de septiembre de 1842, oficialmente El Salvador logra su primera catedral.
Con su padrino convertido en el primer obispo del país, más la amistad que le unía con el presidente de Guatemala, Rafael Carrera, y el respeto ganado en los altos círculos conservadores, el general Malespín llegó la presidencia de El Salvador para el periodo constitucional de 1844 a 1846.
Pero sus triunfos políticos no alcanzaron a saciar su sed de conquistas militares. Así que comenzó a enrollarse cada vez más en una serie de conflictos y guerras que le obligaban, cada vez con más frecuencia, a dejar la silla presidencial. Confiándosela a su vicepresidente, el general Eufrasio Guzmán y el mando del ejército a su hermano Calixto Malespín.
El ejército salvadoreño y hondureño, se autoproclamaron como «El ejército protector de la paz» y emprendieron una larga serie de duras batallas y sitios contra Nicaragua. Que pronto dio claros indicios de no tener ninguna, o casi ninguna, oportunidad de salir victoriosa.
La arrogancia y el mal talante del general Malespín malogró una importante negociación de paz entre «El ejército protector de la paz» y la república de Nicaragua. Las descomunales exigencias que quería imponer a los nicaragüenses, más su insaciable sed de poder y reconocimiento, cerraron cualquier posibilidad de una paz inmediata.
Nicaragua se fragmenta y surge el Gobierno Provisorio de Masaya, que reconocen al general salvadoreño como «Autentico Protector de los nicaragüenses». Malespín termina de envalentonarse.
En el llamado sitio de León (Ciudad de León), por mera suerte, cae en manos de Malespín un cargamento de armas destinadas al enemigo. Se hizo con más de mil mosquetes, doscientos rifles y doscientos barriles de pólvora.
Pertrechos con los que incendió el pueblo de Sutiaba, el último poblado que lo separaba de tomar a sangre y fuego la ciudad de León. Que finalmente conquistó el 24 de enero de 1845.
El triunfo militar de Malespín en León, Nicaragua, se regó como pólvora por toda la región. El general había conquistado la victoria y disfrutaba de los laureles del vencedor.
—¿Qué estupidez es esta?—gritó desaforado el general Malespín, mientras apuntaba con su arma al mensajero y estrujaba con la otra mano un comunicado oficial que acababa de recibir desde El Salvador.
—¡No son más que ratas traidoras! ¡Ratas malditas!.
—Mi general... —balbuceó el pobre mensajero.
¡Pum! El muchacho no termino la oración. Malespín pasó encima de él dando una sola zancada, sin prestarle atención al agujero que acaba de hacerle en la frente. Salió de su tienda gritando ordenes.
—¡Ensillen los caballos, preparen sus armas! Hoy si van a saber esos cabrones quien es el general Francisco Malespín.
El comunicado que yacía estrujado junto al mensajero muerto, informaba al general que el gobierno de El Salvador había decidido, debido a sus abusos y desmanes, desconocerlo como presidente de la república y comandante del ejército. Y que además, por mandato del señor obispo, Jorge de Viteri y Ungo, su padrino, había sido excomulgado y repudiado por la santa iglesia católica.
Sí, su victoria en la ciudad de León fue total. Pero las horas siguientes a la entrada de «El ejército protector de la paz» fueron violentas y miserables. Violaron mujeres y niñas, causaron grandes incendios en muchos puntos de la ciudad, saquearon iglesias y robaron objetos sagrados. Asesinaron a mansalva a quien se les puso enfrente.
En el atrio de la capilla San Juan de Dios, se fusiló sin contemplaciones al presbítero Dionisio Urcuyo y Crespín, por defender a los heridos del hospital Santa Catarina Martir, que estaban siendo sacados a golpes de sus camas para rematarlos de un tiro en el patio del hospital. Y el canónigo Desiderio Cortés también fue pasado por las armas por no se sabe que confuso motivo.
Lo que debió ser la entrada del general Malespín a las páginas de la historia se convirtió en el motivo de su desgracia.
Tras una temporada en Honduras, protegido por el presidente Coronado Chávez; Malespín, al mando de un pequeño grupo de sus aguerridos soldados, decide finalmente que ha llegado la hora de invadir El Salvador para recuperar su puesto como presidente. No iba a permitir que la vida le hiciera una mala jugada.
Malespín y su tropa entraron a El Salvador del lado de Chalatenango, por el poblado de San Fernando. Un camino difícil y peligroso entre montañas y profundas hondonadas.
— Mi general, con la novedad que San Fernando está casi desierto. Unas indias y unos muchachitos nada más.
— Entonces ¿podemos entrar sin problemas?
— Podemos mi general.
Poco a poco el grupo de soldados entró a paso despreocupado hasta el centro del poblado. Algunos comenzaron a gritar si había algo de comer. Nadie contestó. Decidieron entrar a las casas más próximas a revisar si había comida. No volverían a salir.
Los hombres del pueblo, armados con machetes y cuchillos, salieron de todos lados. De detrás de los muros, del interior de algunas casuchas, de las sombras de los zaguanes de las casas más grandes. Nadie medió palabra. Los indios comenzaron a repartir tajos con furia. La tropa apenas alcanzó a dar unos fogonazos de rifle como respuesta.
—¡Indios mal paridos! —gritó a todo pulmón el general Malespín, mientras apretaba certero el gatillo de su revolver. Antes de disparar la sexta bala del tambor, su cabeza rodó por la polvorienta calle central de San Fernando.
El cuerpo del general se sostuvo unos segundos de píe. La pelea se paró de inmediato. Aunque decapitado, el cuerpo sostenía aún en alto el revolver, como buscando un nuevo blanco. Hasta que simplemente se desplomó al suelo. Y aún después de caer, la mano siguió aferrada al arma como esperando poder disparar esa última bala.
Un par de soldados que fueron capturados y entregados por los pobladores de San Fernando al ejército regular, juraron sobre la mismísima biblia, que habían visto como la cabeza decapitada del general Malespín pestañeaba desesperada en el suelo viendo su cuerpo parado a cuatro metros de distancia.
—Hay mucho trecho entre Chalatenango y San Salvador. —dijo el oficial al mando, mirando el cuerpo del general Malespín.
Sabía que la marcha a la capital se volverían una tortura en cuanto el cuerpo comenzará a descomponerse. Y a esa hora ya había comenzado a oler mal. Por lo que salomónicamente decidieron sepultar el cuerpo del general bajo una enorme roca a la entrada del pueblo, y llevarse a la capital únicamente la cabeza de Malespín.
Como castigo y advertencia, la cabeza del general terminó encerrada en una jaula y colgada en lo alto de un poste a mitad de una concurrida calle de Ciudad Delgado. Calle, que comenzó a ser conocida popularmente como la Cuesta de la Calavera.
Hilario terminó hecho un ovillo en el soportal donde se había guarecido. Ahora que la tormenta había amainado, no tenía ni idea del tiempo que había permanecido ahí, soportando aquella maldita calavera bailando al son de la lluvia y los truenos.
¡Clank! ¡Clank!, ¡Clank!, la jaula de la calavera chocaba una y otra vez contra el poste, movida por el viento. Haciendo un molesto ruido metálico que en algún punto a Hilario se le hizo insoportable. Miró la calavera de reojo. Otro hijueputa militar que se burla de mí —pensó— Otro como el que se había llevado a la Carmela, sin él poder decir nada. Fue demasiado para Hilario.
Con menos alcohol en la sangre, pero con una furia visceral recorriéndole las venas, se paró y echó mano de su inseparable navaja de zapatero. La abrió acariciando el filo mortal de aquella hoja de un palmo de acero. Salió decidido del soportal y a unos cuantos pasos del poste levantó amenazador la navaja hacia la jaula de Malespín.
¡Clank! ¡Clank!, ¡Clank!, la calavera siguió moviéndose al ritmo del viento. Sus cuencas vacías eran ya indiferentes el cuerpo calcinado que yacía a pocos pasos de ella.
El último rayo de la tormenta había caído implacable en la punta de la afilada navaja de Hilario Texín.
Referencias y bibliografía:
Francisco J. Monterrey
Historia de El Salvador: Anotaciones Cronológicas 1843 - 1871
González Davison, Fernando.
La montaña infinita; Carrera, caudillo de Guatemala.
Montúfar y Rivera, Lorenzo.
Reseña histórica de Centro América.
*La calle que popularmente fue llamada como: La Cuesta de la Calavera, según fuentes locales y testimonio de vecinos delgadenses, es la actual Calle de las Ánimas en Ciudad Delgado.
San Salvador.
Lunes 20 de agosto de 1810.
Don Domingo confiaba plenamente en sus meticulosos cálculos. Aun así, el miedo lo tenía con la boca seca y una pelea de perros en el estómago. Pero no se echaría para atrás, la decisión estaba tomada, aquel lunes 20 de agosto de 1810 saltaría desde lo alto del campanario de la iglesia de San Jacinto.
—¡Bájese Don Domingo que se va a matar! —le gritaban preocupados algunos vecinos cada vez que lo veían asomar la cabeza para reconfirmar sus cálculos. Otros presentes, menos piadosos, hacían chanzas de cómo terminaría estampado y destripado frente a la puerta de la iglesia.
Domingo Antonio de Lara cerró pensativo su libreta de cálculos; se había acabado el tiempo de la teoría y era momento de pasar a la práctica. Miró a su asistente, un joven monaguillo de la iglesia que apenas podía creer lo que estaba pasando. Al pobre se le desorbitaban los ojos cada vez que se le ocurría mirar hacía abajo.
—¡El cielo nos espera! —dijo Don Domingo con tono enérgico. Las manos le temblaban mientras se preparaba. Su asistente, realmente asustado, se persignó, cerró los ojos con fuerza y moviendo la cabeza de un lado a otro repetía atropelladamente:
—Esto no es cosa de Dios, no señor, no es cosa de Dios.
Un hombre de Ideas Fijas.
Domingo Antonio de Lara y Aguilar siempre fue un hombre de pasiones fuertes. Por todos era sabido que defendía con pasión la idea de una nación independiente y libre de la corona española.
Esa idea, lo llevó a participar activamente en el fallido primer movimiento independentista de 1811. Terminando en prisión por varios meses. Y cuando salió, lo hizo con una condición de salud bastante delicada, por decir lo menos. Cortesía de los rigores propios de una celda mugrosa y una tropa española que no veía con buenos ojos las sublevaciones criollas.
Pero el tiempo tras las rejas no enfrió sus ideales libertarios. En 1818, nuevamente encandilado por la idea de un país libre de reyes y monarquía, participó en un segundo movimiento rebelde que, al fallar nuevamente, terminó con él y sus compañeros de gesta, hacinados en una mazmorra miserable.
Logrando salir en libertad varios meses después gracias a la influencia de su esposa, Manuela Antonia de Arce y Fagoaga, hermana de Manuel José Arce, que llegaría a ser el primer presidente de la República Federal de Centro América, una vez conquistada la independencia en 1821.
Con la mirada en el Cielo.
Si bien a Don Domingo Antonio de Lara la idea de mandar al diablo a la corona española le dibujaba una sonrisa en el rostro. Tenía otra pasión igual o más fuerte que la primera. Una idea que durante muchas noches le robó incontables horas de sueño y trabajo: Volar. Él quería volar.
No sabemos a ciencia cierta cuanto tiempo Don Domingo paso trazando, dibujando, calculando y recalculando la mejor forma de remontar el cielo. Para luego buscar afanosamente los materiales adecuados. Con determinación y cuidado construyó cada pieza y ensambló su invento con toda la exactitud que pudo. Hasta que finalmente llegó el día de apostar su vida a un “todo o nada” con la muerte. Un juego donde no habría segundas oportunidades.
Todo o Nada.
Los vecinos que se habían dado cita frente a la iglesia de San Jacinto, comenzaron a desesperarse. No pasaba nada. Ya Don Domingo tenía un buen rato de no asomarse desde lo alto del campanario, por lo que algunos de los presentes comenzaron a refunfuñar que todo había sido una tomadura de pelo.
En un abrir y cerrar de ojos, del campanario de la iglesia algo saltó. El silencio fue total. Don Domingo, bien sujeto a su planeador, cruzaba el cielo ante la mirada incrédula de quienes seguían su trayectoria con la boca abierta a todo lo que daba.
Algunos chiquillos comenzaron a correr por las calles del barrio entre gritos y aplausos siguiendo entusiasmados aquel extraño objeto volador. Al joven monaguillo le habían fallado las piernas cuando de Lara saltó al vació. Y ahora, sentado tembloso en el piso del campanario, lo veía perderse en el horizonte con una sonrisa boba en la cara.
Mil seiscientos metros después, el planeador aterrizó suavemente en un pastizal de la finca Modelo. El vuelo de Don Domingo fue el tema de conversación por excelencia. Su audacia dividió la opinión de los capitalinos en dos bandos, unos lo acusaban de ser un loco irresponsable y otros lo aclamaban como a un héroe.
El Cielo es el Límite.
El éxito de aquel primer vuelo llevó a Don Domingo Antonio de Lara a buscar nuevas hazañas y fronteras aéreas que conquistar. Pronto hizo un segundo vuelo que, al igual que el primero, salió bien. Pero el tercer vuelo le jugó una mala pasada. Una aparatosa caída por poco le cuesta la vida. El accidente le dejó como saldo varios huesos fracturados y contusiones complicadas.
Su esposa, Manuela Antonia de Arce, ejerciendo su autoridad conyugal, finalmente logró hacerle prometer que nunca volvería a jugarse la vida saltando de campanarios a grandes alturas. Además, su familia también se unió a la exigencia de su esposa, logrando que el prócer volador finalmente colgara sus alas.
El prócer Volador.
Doscientos catorce años han pasado desde el intrépido vuelo de Domingo Antonio de Lara, aquel 20 de agosto de 1810. Un vuelo que se adelantó más de noventa años al mundialmente conocido primer vuelo de los hermanos Wright, en las colinas de Kitty Hawk, el 17 de diciembre de 1903. Quienes volaron durante doce segundos y recorrieron 36 metros. Pero esa es otra historia.
Si bien Don Domingo Antonio de Lara no volvió a surcar los cielos, si logró alcanzar sus sueños independentistas. En 1822, un año después de alcanzada la independencia, Don Domingo es nombrado alcalde segundo de San Salvador y diputado de la asamblea provincial.
Tomó también parte en la lucha contra la invasión del ejército mexicano a El Salvador en 1822, donde derrotó al militar español Vicente Filísola.
Tras algunos años de retiro y cerca del ocaso de su vida aceptó ser nombrado Intendente General de Hacienda y presidente de la Asamblea Legislativa de 1832.
El viernes 30 de octubre de 1835, el prócer que conquistó los cielos y la libertad de su país, dejó este mundo en la tranquilidad de su hacienda. Seguramente con la satisfacción de haber alcanzado sus más audaces sueños.
Ese día voló con las propias.
Coméntanos y comparte con nosotros tus historias acerca de El Salvador.